Dos metros cuadrados, piso de tierra durante el verano y piscina de barro cuando las lluvias llegan en invierno. Sólo hay espacio para una cama improvisada sobre patas de bloques de concreto, cubierta con sábanas, y un ventilador huérfano de dos de sus tres aspas, un espejo roto en cada esquina y una mesa en la que Sabina ha extendido un mantel blanco de bordado a tres puntos. En ella, la niña exhibe, al mejor estilo de altar católico, unas figuritas de plástico de la película de Disney, La Bella y la Bestia.
“Me encanta esa historia, el palacio donde viven”, comenta con fe adolescente.
Esa habitación es lo único que Sabina conserva de su vida de niña. Su habitación propia. El espacio donde nació, donde creció, el que huele a familia y a protección, el que a sus 14 años se aferra por conservar, pese a ya estar casada con un hombre de 25, con quien se niega a vivir.
Los padres de Sabina narran que el destino de su hija lo definió una vecina a finales de 2011, pues ante la falta de una mujer joven que la ayudara con las labores de su casa, decidió pedir que la niña se casara con su hijo. No hubo discusión, Sabina fue llevada al registro civil para que le falsificaran la fecha de nacimiento y así demostrar que ya tenía los 18 años requeridos para contraer matrimonio.
Sabina se niega a recordar esa primera noche de bodas, se niega a sentirse una mujer casada. “Nadie me explicó lo que significaba”, es la única frase que se le escucha decir de ese episodio de su vida.
“Casi nunca habla después de que se casó, es como si se hubiese apagado algo”, advierte su madre.
Por ahora, su papel de casada lo cumple a cabalidad: ayuda durante 12 horas a mantener impecable la casa de su marido y de su suegra, lava la ropa, cocina, camina al mercado. Pero eso sí, cada noche regresa a su casa, a aquélla, a su habitación propia.
Rose-Anne Papavero, coordinadora de la sección de protección infantil de Unicef en Bangladesh, explica que el matrimonio adolescente es una práctica que afecta a más de tres millones de niñas en ese país asiático, en el que casi la mitad de las que llegan a los 15 años ya han contraído matrimonio, y el 60% de ellas ya son madres a los 19. “Es una realidad demostrada”. Existe un alto índice de matrimonio precoz, “dos de cada tres niñas son obligadas a casarse, y el embarazo posterior obliga a muchas de ellas a abandonar la escuela”.
Los padres de Sabina están arrepentidos de haber aceptado el matrimonio convenido, lloran cuando lo dicen, por eso han luchado para que el marido le permita seguir asistiendo a la escuela, una de las 40 que la ONG Intervida tiene en Bangladesh, un país en el que más de 4.500 barrios carecen de colegios gubernamentales.
Mientras tanto, su historia continúa: Sabina quiere ser economista, porque es su asignatura preferida. Y sonríe cuando lo dice.
Triple jornada
Aleya tiene 14 años, pero no recuerda el día de su cumpleaños. Lleva el cabello bien amarrado con una coleta de goma azul, como el uniforme de la escuela; su cabello es tan liso, como si se tratara de millones de finos hilos de nailon que bailan en caída libre. Cuando habla, se toma su tiempo, juega con los dedos de sus manos en un gesto secreto y cómplice. Cada cuanto mira al reloj, ella sabe que el tiempo cuenta. Y sí que cuenta. Su día empieza a las cuatro de la madrugada, cuando se pone en marcha para hacer la comida de su suegra, de su marido y el resto de la familia, unas 12 personas en total.
Limpia la habitación, busca la ropa, plancha, ordena y sigue limpiando. Así, los 365 días del año desde que cumplió los 12.
Se casó por interés de su padre, quien no tenía dinero para mantenerla. No pagó dote, aquella suma de dinero que la regla social impone que debe sufragar la familia de la mujer al novio, cuando le ofrece el casamiento. “Mis padres no tienen dinero, no pudieron pagar mi dote. Así que debo obedecer a mi suegra siempre, servirle por el resto de mis días”. Es por eso que Aleya comienza cada día sirviendo como doméstica y se acuesta cumpliendo como esposa.
La ventana de libertad para esta adolescente se abre al mediodía, cuando puede coger su mochila y caminar, sin desviarse, al colegio que le queda a diez cuadras de distancia (unos dos kilómetros). Ella está becada por Intervida en una escuela que se adapta a los horarios de las fábricas y acepta a quienes se han casado, para que más de 1.000 niñas puedan acceder a la educación.
Por la tarde, Aleya cumple su tercera jornada: trabaja en una fábrica. Sentada en el suelo, debe cortar cuero para hacer zapatos. Unos tras otros.Centenares de ellos que luego son vendidos en el resto del mundo. Gana un promedio de seis dólares al mes, un presupuesto que maneja su marido, 12 años mayor que ella.
Esta triple jornada es el día a día de esta chica alta, delgada y tímida. Del futuro prefiere no hablar, por ahora su única esperanza es seguir estudiando, que su historia no se repita en otras niñas. Y antes de despedirse, confiesa sin miramientos: “No soy una niña feliz”. Y no sonríe cuando lo dice.
La familia los necesita
En Bangladesh, la pobreza tiñe cada una de sus calles. Imagínese un país donde 140 millones de personas comen en promedio una vez al día, que por cada kilómetro cuadrado viven 930 de ellas, y que como esperanza de vida se celebre la llegada a los 50 años.
Este país es el octavo más poblado del mundo. Bangladesh no se recupera aún del precio que pagó tras lograr la independencia como nación frente a Afganistán en 1971: hambrunas, desastres naturales y pobreza generalizada, así como agitación política y golpes militares.
La democracia fue conquistada en 1991, pero el desarrollo social y económico no toca la puerta de los bengalís, arropados geográficamente por la India.
Aklima no entiende de política, pero vive sus efectos en carne y hueso. Ella tiene ocho años, unos ojos tan brillosos que parecen olivas dulces, unos dientes blancos como la leche y es una de las tantas niñas afectadas de esta realidad desgarrante. La infancia es el sector más vulnerado por la crisis de Bangladesh.
Así lo demuestran las cifras de las Naciones Unidas. Son escalofriantes: cada 14 horas muere un bebé, casi seis millones de niños viven en la calle y otros ocho millones de ellos, con edades comprendidas entre 5 y 15 años, trabajan en grandes fábricas, recolectando basura, vendiendo en las avenidas o en otras actividades de la llamada economía sumergida, durante jornadas de 12 horas al día.
Ellos representan el 30% de la economía de sus familias. Trabajan porque su familia lo necesita. Ellos así lo asumen, lo tienen claro. Pese a que la misma Ley Constitucional de Bangladesh lo prohíbe desde 1994.
La posibilidad de un matrimonio convenido todavía no ha tocado la puerta en la vida de Aklima, ella conoce una de las otras caras de la pobreza: es niña trabajadora.
Luego de ir a la escuela, tiene que cumplir las mismas horas que en edad tiene, para servir como empleada de labores domésticas a una vecina que vive a 200 metros de la improvisada vivienda que esta niña comparte con su madre y tres hermanos.
Se trata de la comunidad de Bashbari, uno de los barrios de la capital. Allí, Aklima lava los platos, cose la ropa, limpia las habitaciones, plancha los uniformes de los niños que tienen su misma edad y pule el largo pasillo rojizo que ostenta la casa. El lugar huele bien, hay comida en la cocina, cuenta con cuatro habitaciones que impiden el hacinamiento común en las viviendas contiguas y cada habitante de la casa usa zapatos y ropa que brillan de limpios. Aunque es una zona marginal, la familia con la que trabaja Aklima disfruta de los beneficios de vivir del comercio y gozar de mejores condiciones de existencia.
Aklima en cambio duerme en la misma habitación que sirve de baño, cocina y dormitorio para su madre y sus hermanos. Ella es ordenada, una de las mejores de su clase, buena hija y muy obediente. Así la describe su madre, una mujer simpática de 30 años. Al igual que Aklima, ella trabajó desde que prácticamente aprendió a caminar. Los ocho dólares que gana su hija, le permiten comprar más comida y vestimenta para la familia.
Millones de historias
“En este país, los niños y niñas, en su mayoría, trabajan desde que tienen ocho años. Pero son las niñas las que hacen el trabajo doméstico de sus propias casas y luego de otras para las que son contratadas, y cuando van a fábricas se les asigna labores de poco esfuerzo físico, pero también por ello ganan menos dinero que los varones de su misma edad”, explica Rowshon Ara Tapu, una de las coordinadoras de Intervida.
Además, son las chicas las que “corren el riesgo de ser violadas por sus contratantes”. Y cuando ocurre, “estos casos casi nunca son denunciados”, Nurulam, Ruman, Assin, Mija, Majeda y una larga lista de otros tres millones de niños y niñas tienen historias parecidas a la de Aklima. “No se trata de abolir el trabajo infantil, porque son familias que lo necesitan. Es el ciclo natural de un país que cuenta con la mano de obra infantil, y cuya batalla principal no es acabar con ello, sino mejorar las condiciones en las que lo hacen”, sostiene la joven profesora Ismat Ara Fatema.
Assin es varón, tiene diez años y trabaja en un galpón que produce ollas de aluminio. Su cara está manchada del polvorín gris y aceite de las máquinas. No usa guantes ni lentes de protección, ni siquiera lleva zapatos. Hace 45 grados de calor y el ruido es similar al de un cargamento de fuegos artificiales en un fin de año. Entre la escuela y su lugar de trabajo sólo le queda tiempo para jugar cuando se va la luz. Pero él sonríe, y sabe que si saca buenas notas en la escuela que Intervida ha construido cerca de la factoría, algún día podría ser el jefe.
“Aquí lo importante es que ellos sigan estudiando. No pueden dejar de trabajar, pero deben entender que la educación es el único camino que podrá abrirles la puerta para salir de estas fábricas en un futuro”, señala Upu, el dueño de la industria donde trabaja Assin, y quien perdió un dedo de la mano derecha cuando tenía la edad del niño y era un trabajador más de la empresa. La mutilación nunca fue asumida por el dueño de la fábrica.
Hashi es menuda pero con una chispa inquietante. Luce un maquillaje impecable, un elegante vestido rojo y el cabello suelto y estirado que le llega a la altura de los hombros. Tiene 15 años y trabaja en uno de los burdeles de Faridpur, a más de 100 km al oeste de Dacca.
Cada día, atiende a más de 12 clientes y gana unos diez dólares. Uno tras otro. La seducción es su técnica. En los pasillos invita a los posibles clientes, negocia el precio y los arrastra con sensualidad a la pequeña habitación asignada. Sus compañeras son otras 400 niñas prostituidas, las que en su mayoría no superan los 16 años.
Esta adolescente fue casada por su padre cuando tenía 12 años. El marido resultó ser alcohólico y maltratador. Un día, sin explicaciones la llevó desde Dacca hasta Faridpur para entregarla a una de las dueñas del burdel. Ni se despidió. Caminó de prisa y nunca volteó a mirarla. Ahora debe trabajar muy duro los próximos siete años para pagar a la dueña y lograr su libertad.
La socióloga española Montse Duarte trabajó allí dos meses. Conoció a centenares de chicas como Hashi, quienes han sido secuestradas por mafias o directamente vendidas por sus familias o esposo al no tener cómo alimentarlas.
“Es increíble que en un país en el que el 90% de las personas son musulmanas existan tantos burdeles, y sobre todo tanto tráfico de niñas para ese fin. Las niñas, cuando no son casadas, deben trabajar duras jornadas o, el último eslabón, ser vendidas a uno de estos burdeles”.
Duarte asegura que el 60% de estas chicas admite que los clientes no usan preservativos. Como consecuencia de eso, más de 300 niños —los hijos— viven en los burdeles a partir de las tres de la tarde; para no molestar a sus madres que atienden a los clientes, los niños son escondidos debajo de la cama o se quedan afuera, con la cocinera.
“El destino de la mayoría es morir en estos burdeles. A muchas de ellas les esconden sus zapatos, así que si intentan huir, en el pueblo las reconocerían como prostitutas y rechazarían ayudarlas. Cuando mueren, sus cuerpos son enterrados en el mismo campo en el que echan a los perros y otros animales”.
Asistir a la escuela es la herramienta más efectiva para combatir estos escenarios. El Gobierno lo reconoce, pero no aplica políticas coherentes. De hecho, hay más colegios privados que públicos, asegura el mismísimo portal del Ministerio de Educación.
Estudiar en un colegio privado es casi imposible. Su pago asciende a tres dólares por mes, cuando muchas de las familias logran reunir entre todos diez dólares. Esta realidad ha atraído a diversas ONG internacionales, que han comenzado a trabajar en temas educativos.
“Algo está cambiando”, dice Shadia, de 17 años, quien forma parte de la primera generación de chicas que ha evitado que la casen por la fuerza y que ingresó a la universidad. Ella lleva un lindo sari, vestimenta tradicional en Bangladesh, y sonríe orgullosa al contar su historia.
Shadia logró convencer a su padre. Ella habla de forma pausada. Siempre muestra alegría, pero cuando se refiere a la pobreza de muchas familias como causa directa de los matrimonios convenidos, su rostro cambia y su voz se vuelve contundente. “Muchos padres casan a sus hijas porque no tienen dinero ni para alimentarlas. Pero eso está cambiando, yo logré convencer a mis padres y en unos años seré profesora, estoy a un paso de poder disfrutar de una vida diferente”.
Shadia es una de las 1.000 niñas becadas por el programa Ella de Intervida, que concede becas de estudio a chicas para que continúen sus estudios.Sí, algo está cambiando
Majeda es una de esas madres que se decidió a cambiar a tiempo el destino que de otra manera le esperaba a su hija Jasmen. Luego de participar en los talleres ofrecidos por Intervida, la mamá entendió que su niña de 13 años podía, con su apoyo, llegar a cumplir el sueño de convertirse en una policía.
Las mujeres “terminamos siempre en la cocina, yo no quiero eso para Jasmen, así que cuando mi marido quiso casarla, me opuse. No quiero que ella tenga la vida que yo he tenido”.
“Seré policía para detener a los hombres que maltraten a sus mujeres e hijas”, afirma una confiada Jasmen. Y ella sí que sonríe cuando lo dic