Esta acuariana nacida un 9 de febrero en Heidelberg, quedó prendada del sentimiento de las tonadas andinas desde su llegada a Bolivia, a los seis años. “Me parece que en una anterior vida yo era boliviana”, dice la artista autodidacta que dio sus primeros rasgueos con el carnavalito Naranjitay y la cueca Moto Méndez, y que estudió Medicina en la Universidad Mayor de San Andrés.
Dagmar se especializó en Alemania en técnicas alternativas como shiatsu, acupresura de las orejas, masajes asiáticos y de los pies, entre otras. “Veo a la persona como un todo, sin aislar su cuerpo del alma y del espíritu. Yo no tengo el don de ir y sanarla, pero le puedo ayudar a que se sane a sí misma; claro, si está dispuesta”. Por ello, el subconsciente de sus pacientes es lo primero con lo que lidia en los tratamientos.
Cuenta que varios de los que frecuentan su consultorio médico son también admiradores de sus composiciones y público asiduo de sus conciertos. En las sesiones de terapia recurre a la música de relajación, aunque hubo excepciones en que cantó para sus clientes. “Pero generalmente no, porque creo que mi música no siempre es para relajarse”, comenta con una sonrisa.
Su labor independiente le permite cumplir en los dos campos. “Si se cruza una actuación con una cita médica, puedo pedirle al paciente que retrasemos la terapia. En esos casos salto como una pelotita de ping pong”. Además, Dagmar cree que su faceta artística le dota de un plus en su carrera profesional. “Me ayuda mucho en cuanto a la sensibilidad, la psicología con la gente”.
Si no está con ropa casual o mandil de médico, le gusta vestir uno de los seis trajes de chola que guarda en su ropero. “Esta vestimenta me hace sentir mucho más femenina”. Así es esta mujer que confiesa que a lo máximo que aspira es a que su público y sus pacientes la valoren como persona. Afirma que se quedará “para siempre” en Bolivia, junto a sus otros dos amores: sus hijas Elisabeth Andrea e Inés Catherine.
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