Para ella, esa pérdida era una prueba más de lo que llevaba tiempo denunciando: que los asesores de Obama eran poco estrategas y demasiado estrechos de miras. Le ilusionaba que su marido se convirtiera en una figura transformadora, y por culpa, entre otras cosas, de los problemas de su Gobierno para alcanzar pactos en materia sanitaria, muchos votantes estaban empezando a percibirle como un político del montón.
El entonces jefe de gabinete, Rahm Emanuel, estaba indignado con esas críticas y las comentó con algunos colaboradores, aseguran tres de sus compañeros. En una entrevista, Emanuel negó estar disgustado con ella, pero asesores describen una situación sombría distinta: un Presidente cuyo programa se había ido al garete, una Primera Dama que no aprobaba el giro dado por la Casa Blanca y un jefe de gabinete picado por la influencia de la que ella gozaba.
Una motivadora con encanto
Michelle es hoy una experta motivadora que sabe cómo sacar partido de su encanto, paladín de causas que no hallan oposición (como las familias de los militares y poner fin a la obesidad infantil), un actor político cada vez más astuto con ganas de volcar su popularidad en la campaña por la reelección de su esposo. Pero más de 30 entrevistas con asesores, antiguos y actuales, y amigos íntimos de la pareja presidencial realizadas para el libro Los Obama, muestran que no se ha reconocido la fuerza y el rol que ha desempeñado en el Gobierno de su marido, y que su historia inició como una lucha y luego siguió con un cambio de rumbo que la llevó a una mayor satisfacción.
A ella, que planteó retrasar su traslado a la Casa Blanca meses después de la investidura (enero de 2009), le exasperó comprobar las limitaciones y obligaciones de su nueva residencia, no ser capaz de sacar a pasear a su perro sin arriesgarse a las fotos, y que los ayudantes de Obama controlaran todo lo que hacía: su forma de decorar la residencia privada de la familia o que se llevara a maquilladores a los viajes al extranjero.
Poco familiarizada con los hábitos de Washington, pero entusiasmada con la labor para la que su marido había sido elegido, se veía a sí misma como la defensora de sus valores. A veces era más dura con el equipo de Barack que él mismo, hasta el punto de que en un momento llegó a apremiarle para que lo sustituyera. La situación se tensó hasta tal extremo que uno de los principales asesores explotó en una reunión de 2010 e insultó a la Primera Dama en su ausencia.
“Le protege mucho”, dijo en una entrevista David Axelrod, uno de los principales estrategas del Presidente y director de su campaña. “Cuando piensa que las cosas se han llevado mal o que van por mal camino”, añadió, “lo saca a colación, porque ha apostado muy fuerte por él y sabe lo duro que trabaja, y quiere asegurarse de que todo el mundo hace su trabajo como es debido”.
Las dificultades de Michelle evidencian algunos desafíos esenciales del Presidente, entre ellos la manera en que la falta de experiencia de los Obama en la vida política, uno de sus atractivos en 2008, se convirtió en un lastre al llegar al poder. Sus preocupaciones sobre los empleados de su marido dan pistas sobre el perfil de Obama como jefe del Ejecutivo. Un presidente con poca experiencia en dirección que se aferra a su círculo íntimo, que está menos unido de lo que parecía. Michelle compartía con él los mismos sentimientos encontrados respecto a cómo el peloteo y el chismorreo ayudan a conseguir cosas en Washington.
Como a muchos de los partidarios de Barack, a ella le inquietaba el abismo que había entre la visión que se tenía de la presidencia de su esposo y lo que en realidad podía hacer. Las tensiones que mantenía con los asesores eran fruto de ese debate: ¿qué clase de presidente debía ser Obama? La primera dama ejercía de apoyo en las iniciativas ambiciosas pero poco populares (como la reforma sanitaria y las leyes de inmigración), a la vez que se atribuía el papel de contrapunto de otros asesores, más empeñados en conservar escaños en el Congreso y la popularidad en las encuestas.
“Ella piensa que hay cosas peores que perder unas elecciones”, dijo Susan S. Sher, su exjefa de gabinete, tras las elecciones legislativas de 2010, a la mitad del mandato. “Para ella, ser coherente con uno mismo es definitivamente más importante”. En esa época, Michelle habló en algunas ocasiones sobre qué pasaría si su marido perdiera en 2012. “Sé que estaremos bien”, le dijo a Sher.
Cuando cayó en la cuenta, en el verano y otoño de 2008, de las altas posibilidades de ser Primera Dama, preguntó algo que sorprendería a los que no la conocen: ¿podían ella y sus hijas retrasar su traslado a la Casa Blanca? Quizá fuera mejor, sugirió a sus asesores y amigos, quedarse en Chicago hasta que finalizara el curso escolar y dar más tiempo a las niñas para adaptarse. La idea era reveladora: a Michelle no le importaba qué mensaje transmitiría a la opinión pública. Le inquietaba que su vida fuera el centro de atención, por no hablar de la perspectiva de residir en una casa-monumento-museo-oficina-recinto militar-blanco terrorista. Al final fue a Washington, pero no por las obligaciones del cargo, sino porque “quería que su familia permaneciera unida”, afirma Valery Jarrett, otra asesora.
Pero mientras deslumbraba a los estadounidenses con su simpatía, elegancia y hospitalidad en los primeros tiempos de la presidencia, asesores que trabajaron con ella revelan que se sentía frustrada e insegura respecto a cuál era su lugar en la Casa Blanca. Michelle, una abogada formada en Harvard, había renunciado a su carrera por lo que inicialmente parecía un cargo amorfo. E intentó escabullirse de actos ceremoniales que en su opinión no tenían mucho sentido, como el almuerzo anual para las esposas de los miembros del Congreso que las primeras damas organizan desde 1912.
Procuró limitar su exposición pública y declaró que sólo trabajaría dos días a la semana; dentro de la Casa Blanca, la dificultad de conseguir que Michelle accediera a participar en un acto se convirtió en una broma habitual. La reclusión de la Casa Blanca también fue un impacto para ella; de repente se vio apartada de su antigua vida y sus rituales, y hasta dudaba si debía llevar a sus hijas al colegio o a los partidos de fútbol por miedo a armar un escándalo.
La familia tenía la intención de volver a Chicago con frecuencia, pero su primer intento fue tan complicado que lo hicieron pocas veces. Habían cubierto la fachada de ladrillo de su casa con cortinas negras para disuadir a los francotiradores, y como ya no podían salir a comprar sin más, eran los camareros de la Armada quienes les daban de comer en su domicilio. Al Presidente, Camp David, la residencia vacacional, le parecía artificial y aislada. A la Primera Dama le encantaba. Allí podía deambular libremente sin la intromisión de los fotógrafos.
Ella dudaba sobre qué imagen debían dar los Obama: cómo debían vivir, viajar y recibir a los invitados. Dado que era la primera afroamericana en convertirse en Primera Dama, quería que todo sea impecable y sofisticado; le parecía que “todo el mundo estaba esperando a que una mujer negra cometiera un error”, revela un exayudante.
Tensiones en la Casa Blanca
Pero a los asesores de su marido —sobre todo a Robert Gibbs, secretario de prensa— les preocupaba que la Casa Blanca pudiera parecer ajena a la ira pública respecto al paro, los rescates bancarios y las primas. Lo que generó un tira y afloja constante y nervioso entre las alas Este (que alberga las oficinas de Michelle y la residencia familiar) y Oeste (donde está el Despacho Oval) en torno a las vacaciones, la decoración, el entretenimiento y cuestiones tan insignificantes como si la Casa Blanca debía anunciar o no la contratación de un nuevo florista.
“Todos hemos visto qué pasa cuando se caricaturiza a la gente”, dijo Gibbs en una entrevista en la que explicaba por qué controlaba asuntos así de personales.
Cuando se comete un error como el corte de pelo de 400 dólares de John Edwards (exsenador demócrata) en 2007, “no hay forma de arreglarlo”. Otros asesores afirman que había una razón por la que Gibbs se convirtió en el encargado de garantizar el cumplimiento de las normas de la vida política: porque el Presidente, muy consciente de que su mujer nunca quiso esa vida, no lo hacía.
A pesar de su inexperiencia, la Primera Dama identificó los problemas. Un asesor asegura que desde el principio a ella le preocupaba que la Casa Blanca no presentara a la opinión pública un relato claro y convincente de las acciones del Presidente. También reclamó a sus asesores un papel más central en la transmisión del mensaje de la Administración, y se quejó de que el Ala Oeste no se planteara cómo encajaba ella en el esquema general de su marido.
En concreto, quería ayudar a promover la reforma sanitaria en la primavera de 2009. “Averigüen la forma de usarme de manera eficaz”, solicitó a sus ayudantes.
“Ésta es mi prioridad”. Pero los asesores del Ala Oeste, recordando el resentimiento que causó en la opinión pública la participación de Hillary Clinton (1993-2001) en la reforma sanitaria cuando era primera dama, rechazaron mayoritariamente su oferta.
Emanuel, que había comentado a sus compañeros que sus batallas como miembro del gabinete con Clinton le habían enseñado a mantenerse alejado de las primeras damas, solía esquivar a Michelle. Se trató de restar importancia al asunto, pero la tensa relación entre las alas Este y Oeste acabó volviéndose lo bastante grave como para que el equipo de la primera dama celebrara una jornada de retiro en invierno de 2010 para abordar el problema. La asesora Jarrett hizo de emisaria y trató de suavizar las relaciones. Pero su incompatibilidad de papeles —además de tener su cartera en el Ala Oeste, ejercía de defensora de Michelle y era tan amiga de la pareja presidencial que hasta se iba de vacaciones con ellos— generó sus propias tensiones.
Aquel verano, a cambio de un voto esencial para aprobar una ley sobre energía, Emanuel, sin pedir permiso a la Primera Dama, prometió a Allen Boyd, miembro del Congreso por Florida, que ella participaría en un acto. Muy enfadada, asistió al evento, pero hizo constar su repulsa general negándose a comprometerse a hacer campaña para las elecciones legislativas. Y no dio su brazo a torcer durante casi un año. En lugar de eso, se centró en su propio programa. Según dos de sus ayudantes, a Emanuel le parecía increíble: las elecciones ya se perfilaban como una posible escabechina para los demócratas, y la Casa Blanca iba a afrontarlas sin la popular esposa del Presidente.
Michelle comentó a sus asesores que nunca ha querido ser la clase de primera dama que se entrometía en asuntos del Ala Oeste. A veces se refería al tema diciendo que se trataba del Gobierno de su marido, no del suyo. Le faltaban ganas y experiencia para los pormenores de la política, y tenía presente cómo a otras como ella —léase Nancy Reagan o Clinton— las habían tachado de entrometidas, figuras no elegidas que ejercían un poder que no merecían. Con todo, a medida que el Gobierno tropezaba con un obstáculo tras otro en 2010 —la victoria de Scott Brown en Massachusetts, una reforma sanitaria aprobada por los pelos en el Congreso y que seguía siendo impopular, el vertido de petróleo en el golfo de México y las elecciones legislativas—, Michelle estaba cada vez más preocupada.
Emanuel acabó, meses después, ocupando el despacho de alcalde de Chicago. Algo que ocurrió, en parte, gracias a sus fuertes vínculos con el Presidente. Pese a ello, la relación con él se había vuelto tirante. Emanuel había comentado que pensaba que la reforma sanitaria había sido una mala idea, y cuando sus opiniones empezaron a aparecer en los medios, a principios de 2010, varios compañeros relatan que entró en el Despacho Oval y presentó su dimisión. Obama se negó a aceptarla y, según recuerdan Axelrod y otros, le dijo a Emanuel que su castigo era quedarse y conseguir que se aprobara la reforma sanitaria. Aparte, según sus asesores, aquella primavera Michelle también dejó claro que pensaba que su compañero necesitaba un nuevo equipo.
Cuando el Presidente decidió que tenía que pronunciar un discurso sublime sobre la reforma de las leyes de inmigración en junio de 2010, Emanuel puso objeciones. Los asesores redactaron un discurso que no era del gusto de Obama y éste se pasó gran parte de la noche reescribiéndolo. Finalmente, el discurso tuvo fría acogida. Dos asesores aseguran que él, irritado, pidió entonces a Jarrett que vigilara a otros altos cargos para asegurarse de que hacían lo que él quería.
Asesores del Ala Oeste explicaron que habían oído a través de terceros que Michelle estaba enfadada por el incidente. Más tarde, los mismos expresaron sus dudas: ¿estaba acaso el Presidente usando a su esposa para transmitir lo que él pensaba?
En septiembre de 2010, tras un verano de luchas internas en el Ala Oeste, las cosas explotaron. El día 16, a primera hora, mientras Robert Gibbs escaneaba unos recortes de prensa, una noticia le hizo parar en seco: según un libro publicado en Francia, Michelle le había comentado a Carla Bruni-Sarkozy que vivir en la Casa Blanca era “un infierno”. Era un desastre en potencia, el equivalente del corte de pelo de 400 dólares, temió Gibbs: sucedía semanas antes de las elecciones legislativas y tras unas vacaciones de la Primera Dama en España que le habían atraído acusaciones de despilfarro.
Gibbs pidió a los asesores de Michelle que averiguaran si había dicho algo que se le pareciera siquiera (la respuesta fue no) y luego contraatacó la historia durante horas, haciendo que tradujeran el libro y convenciendo al palacio del Elíseo en París para que emitiera un desmentido. Hacia mediodía, la potencial crisis se había evitado.
Pero en la reunión de personal de Emanuel a las 07.30 del día siguiente, Jarrett anunció, según varios de los presentes, que la primera dama estaba preocupada por la reacción mostrada. Todos los ojos se volvieron hacia Gibbs, que empezó a exaltarse. “No entres en eso, Robert, no lo hagas”, le advirtió Emanuel. “Eso no vale, me he estado matando con esto, ¿a qué viene esto ahora?”, gritó Gibbs, soltando improperios. Interrogó a Jarrett, cuya serenidad pareció irritarle todavía más. Según miembros del personal, el secretario de comunicación acabó insultando a la primera dama —sus compañeros, asombrados, clavaron los ojos en la mesa— y se fue hecho una furia.
Gibbs reconoció su salida de tono, pero dijo que su enfado estaba mal encauzado. Acusó a Jarrett de inventar la queja de la Primera Dama. Después del incidente “dejé de tomarla en serio como asesora del presidente”, explicó; “su punto de vista a la hora de asesorarle era que ella tiene que estar encima y el resto de la Casa Blanca tiene que estar debajo”. Jarrett declinó comentar lo sucedido; dos ayudantes del Ala Este afirman que se expresó mal, y que Michelle no hizo esa crítica. La violenta discusión develó la división en el equipo de Obama y lo complicado del nexo entre la pareja presidencial y el personal de la Casa Blanca.
Por aquel entonces, la trayectoria de Michelle en la Casa Blanca estaba cambiando. Empezaba a dominar y redefinir el papel que le había parecido amorfo. A veces, su trabajo parecía una respuesta, en miniatura, a lo que iba mal en la presidencia. Si la reforma sanitaria de Barack era impopular y corría riesgo de ser revocada, ella se metía de lleno en su campaña sobre la nutrición y el ejercicio, con objetivos finales similares: mejorar la salud y reducir los costes. Si él no conectaba con el público, ella se lo ganaba con discursos vibrantes y empuje. Su popularidad, combinada con la erosión del apoyo a su marido, le dio más influencia. El cambio quedó reflejado en una reunión en el Despacho Oval unas semanas antes de las elecciones legislativas. Se hizo en territorio del Presidente, pero el motivo era tranquilizar a Michelle, que al fin había accedido a hacer campaña. Uno a uno, el equipo político desfiló ante los Obama, exponiendo argumentos, detalles y estadísticas de cómo ella podía ayudar a captar votos. Y los sondeos demostraban que al electorado demócrata le encantaba verlos juntos.
“Una presentación magnífica”, dijo el Presidente con una sonrisa de las de a-mí-nunca-me-tratan-así. Los asesores estaban haciendo ahora las cosas a la manera que le gustaba a su esposa, con planificación y precisión. Pero, Michelle sólo accedió a participar en ocho actos de campaña. “Básicamente accedió a no hacer nada”, sentencia un asesor. Y ahora que su marido se enfrenta a una dura lucha por la reelección, las cosas han cambiado: la Primera Dama comunicó a sus asesores que va a ir por todas.
Todo por la reelección presidencial
Puede que en ocasiones Michelle haya sido una detractora interna, pero también es la defensora más acérrima de su esposo. Aunque sigue evitando entrar en detalles al hablar de política o estrategia, ahora tiene el papel que persiguió, el de amplificar el mensaje del Presidente. Ha hablado junto a él en Fort Bragg, Carolina del Norte, sobre el final de la guerra de Irak, poniendo el foco en su propia iniciativa de contratar excombatientes para defender las leyes laborales atascadas de su marido, y hasta ha compartido su discurso semanal por radio.
Cuanto más empeoraban las cosas para el Presidente en 2011, más a su lado estaba ella. En agosto, después de que las negociaciones sobre el techo de la deuda en Washington alcanzaran su dolorosa conclusión, dio una fiesta para celebrar el 50º cumpleaños de Barack. Pidió a los invitados que no se marcharan pronto y pronunció un brindis enaltecedor. Cuando empezó a oscurecer, los 150 invitados estaban sentados en el césped sur escuchándola relatar su percepción de Barack Obama: un líder incansable y honrado que se ha sobrepuesto a los juegos de Washington, que ha matado al terrorista más buscado del mundo y que aun así se las ingenia para entrenar al equipo de baloncesto de su hija Sasha. Él, que parecía azorado, intentó interrumpirla, pero ella le instó a que se sentara y escuchara.
También le dio las gracias por haber aguantado lo dura que había sido con él. Al llegar a esa frase, algunos asesores intercambiaron miradas de reconocimiento.
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