En una ciudad que en las décadas de los años 70 y 80 empezaba a despertar a la vida de una urbe cosmopolita, el Jet Set de la calle Cañada Strongest, en el populoso barrio de San Pedro, era la joya de la fiebre de sábado por la noche.
Amanda de Gallardo se inspiró en la película protagonizada por John Travolta y Olivia Newton-John para diseñar los ambientes y recibir a las estrellas internacionales del espectáculo para adultos en su night club. El gordo Porcel y sus gatitas o Moria Casán son sólo algunos de los artistas que se presentaron en el Jet Set. “El gordo Porcel no duró ni una hora en La Paz y se hizo llevar a Santa Cruz de emergencia. Sólo se quedaron sus gatitas. Casi revienta el gordo aquí”, recuerda Irene.
Los ojos de Irene se iluminan cuando habla del local de su madre: “Era extraordinariamente fino, los sillones eran de cuero, el bar de primera. Todo era de lujo y venía gente importantísima”.
“¿Por qué no pones una farmacia?”
Cuando era adolescente, Irene se oponía a que su madre fuera dueña de un night club. “¿Por qué mejor no pones una farmacia?”, le preguntaba desafiante. “¿Y quién eres tú para juzgar?”, contestaba Amanda.
La propietaria del Jet Set había criado a su hija alejada de todo lo que era su vida. Durante buena parte de su infancia, Irene permaneció en el exterior, estaba inscrita en colegios privados y por un tiempo asistió a un internado de monjas en Sucre. En La Paz, ella y su hermano menor, Ramón, vivieron en casa de una tía abuela a la que su madre pagaba por el cuidado de sus hijos. Cuando se fueron con Amanda, ella se encargó de que su hija tuviera el menor contacto posible con todo lo que giraba en torno al Jet Set.
“Pero yo me sentía acomplejada; ¿cómo un night club donde hay alcohol, donde hay drogas y mujeres desubicadas, donde la cosa es acostarse con uno y con otro, donde uno gana dinero de la prostitución?”, evoca Irene .
Sólo el tiempo y los avatares de la vida llevaron a Irene a aceptar y comprender la vida de su madre. Se ha desvanecido la vergüenza y aunque aún no le gustan los night clubs ni la vida nocturna, siente respeto por todo lo que su madre fue. Hoy ha decidido honrar su memoria y contar la historia de un ser humano con todos sus errores, excesos, desaciertos y aciertos. Ella y su hermano Ramón, que reside en España, han decidido romper el silencio. Ramón llama al celular de Irene durante la entrevista con Miradas para recordarle algunos detalles y eventos importantes. “Claro, hermano. No. Claro que no tenemos de qué avergonzarnos”, dice ella por teléfono.
Los inicios
Amanda era el nombre artístico de Magda Correa. Nació en Caranavi en el seno de una familia acomodada y su padre llegó a ser alcalde del pueblo. Era la hermana mayor de Blanca, Trini y Antonio. Los cuatro quedaron huérfanos cuando Magda era apenas una adolescente. Los tíos separaron a los hermanos y los más pequeños fueron llevados a Venezuela. Magda se fue a La Paz con una de sus tías. “Ella cocinaba, ella limpiaba, ella cambiaba los pañales de sus primos pequeños. Su tía hacía unos panes deliciosos, pero mi madre no podía probarlos. No la trataban bien, mi madre sufrió mucho”, cuenta Irene.
Un día Magda conoció a Laura y a Rina, dos muchachas de un night club. Según Irene, muchas de las chicas que trabajaban en los cabarets de esa época eran extranjeras: paraguayas o chilenas. Laura y Rina eran las únicas bolivianas, ambas cruceñas. Ellas convencieron a Magda para que trabajara en el famoso night club Maracaibo. Fue entonces cuando Magda se convirtió en Amanda y empezó a trabajar como “mujer de alterne”. Ganaba una comisión por las bebidas que le invitaban los clientes y el dinero llegaba a sus manos a raudales. Su hijo Ramón refiere en una carta que un tiempo después un empresario peruano se hizo presente en el Maracaibo para ofrecerle a Rina un contrato para trabajar en un night club de Lima. La joven aceptó con la condición de que sus dos amigas, Laura y Amanda, fueran contratadas también.
Una vez en Perú, las tres se fueron granjeando un espacio en la noche limeña. Practicaban día y noche los pasos de distintos bailes, no para igualar, sino para superar la destreza de las otras chicas. Laura, Rina y Amanda derrochaban glamour y sensualidad. La fortuna empezó a sonreírles.
En el momento menos esperado, Amanda sufrió un accidente automovilístico en el que salvó la vida por un milagro. Quedó inmovilizada. Los pronósticos no eran buenos y los médicos temían que nunca volviera a caminar. Su convalecencia duró casi un año. Sus amigas se turnaban para cuidarla, bañarla y cambiarla, como si fuesen sus hermanas. Para sorpresa de todos, Amanda no solamente volvió a caminar, sino que regresó a las tablas como la mejor de las divas, como si no hubiese dejado de bailar ni un solo día. Cuando había ahorrado suficiente dinero, regresó a Bolivia.
Susy Star arrasa la ciudad
Volvió al Maracaibo como la sensual “Susy Star”. Ya no era la joven inexperta que dejó el país en busca de un futuro mejor y pronto se convirtió en la primera bailarina que tuvo las agallas de hacer un desnudo total en el escenario.
Amanda era aguerrida e imparable y no cesaba de ascender en su carrera. Se dedicó a ahorrar cada peso que recibía para poner un negocio propio. Un día dejó el Maracaibo y abrió un pequeño night club en el barrio de Villa Fátima, modesto en principio, pero que con el tiempo adquirió prestigio. Trabajaba de sol a sol para convertir su night club en un sitio elegante, empezó a contratar chicas atractivas de todas partes del continente y empezó a quitarle fama y clientela incluso al Maracaibo.
Ya era una empresaria exitosa con un negocio bien establecido, cuando conoció a Ramón Gallardo, un joven argentino que perdió la cabeza por ella y le pidió matrimonio. Ambos se fueron a vivir a Salta y tuvieron dos hijos, pero Amanda viajaba constantemente a Bolivia para ocuparse del night club que había dejado en manos de un administrador. Cuando el matrimonio finalmente se rompió, regresó a La Paz e inauguró el Jet Set.
“No escatimó en gastos -refiere su hijo Ramón-: contrató las mejores vedettes y bailarinas de este lado del continente; la vajilla era de cristal de roca, las cortinas de seda y tenía tecnología de punta en luces y sonido”.
“Empezaron a llamarla Señora Amanda”, dice Ramón e Irene cuenta que su madre llegó a ser una mujer poderosa. “Se conocía a toda La Paz: a políticos, policías, empresarios, militares”. Muchas veces le pedían que hiciera algún nexo o contacto con personas importantes o que interceda por algún asunto ante la gente que conocía. “Había hombres de la política de ese tiempo; uno de ellos era nuestro vecino y pasaba por la casa: ‘¡Esta noche vamos al Jet Set, Amanda!’, le decían él y sus amigos. ‘¡Los espero!’, contestaba mi mamá”, recuerda.
Las “cenicientas”
Amanda de Gallardo nunca se divorció de su primer esposo y no dejó de usar su apellido de casada. Su máximo anhelo era que las chicas que trabajaban en su local pudieran abandonar ese ambiente. “¡Se nos va otra cenicienta!”, exclamaba cada vez que una de las mujeres dejaba el Jet Set para casarse. “Había hombres buenos que se fijaban en las chicas y hasta se casaban con ellas”, comenta Irene.
El mundo de Amanda era el del night club Jet Set. No había Navidad ni Año Nuevo que no pasara junto a las bailarinas y vedettes de su local.
“Detesto la Navidad hasta ahora”, afirma Irene. “Mi hermano y yo nos quedábamos en la casa, sabíamos que mi mamá tenía que estar con las chicas. Mandaba a preparar una cena deliciosa, había champán, mozos que las atendían y regalos para ellas y sus niños. Muchas veces nuestra casa estaba llena de pequeños y niñeras porque los hijos de las mujeres no tenían dónde quedarse. En ocasiones venían mujeres de Argentina con maridos que no hacían nada mientras ellas trabajaban. ‘Ésos no son maridos, son cafishos (proxenetas)’, decía mi mamá y les ayudaba a ellas para se queden en Bolivia y trabajen en condiciones diferentes”.
Amanda era una mujer llena de vida, de carácter fuerte. Le gustaba usar blue jeans y botas, pero nunca salía a la calle sin uno de sus incontables abrigos de piel, que eran cortos, largos, negros, crema o de color beige. Llevaba joyas de oro macizo y brazaletes que emulaban los que usaba Cleopatra. “Le encantaba Cleopatra”, menciona Irene.
Pero la fortuna en los negocios venía acompañada de su mala suerte en el amor. Se enamoró de Luigi, uno de sus empleados. “Simpático el garzón”, dice la hija. “Tenía ojos verdes o pardos, ya no me acuerdo”, agrega. Luigi se convirtió en administrador del Jet Set y no tardó en enfermarse de celos. Un día encerró a Amanda, la agredió físicamente y le clavó un destornillador en la mano. La relación terminó.
La reina de la noche no se conformó con el Jet Set e inauguró otros dos establecimientos, el Dinastía y el Le Baron, locales de café concert y peñas folklóricas. Su hijo Ramón empezó a ayudarla a manejar sus empresas. Pronto llegó a su vida Giordano, un cantante y “showman” chileno que se quedó a trabajar con ella. Pero tampoco junto a Giordano encontró la felicidad. Irene no conserva buenos recuerdos de esa nueva pareja de su madre. “Tomaba drogas y de repente aparecía vestido de mujer. Hacía escándalos y mi mamá tenía que calmarlo. A mí me sorprendía verlo en ese estado y vestido con la ropa de mi madre”, sostiene Irene. Con el tiempo, también Giordano empezó a agredir a Amanda y una vez más ella se quedó sola.
Alguna vez, las alegrías
Pero Irene también tuvo momentos felices. Visitaba el Jet Set en contadas oportunidades. Cuando se presentaba algún espectáculo especial, el chofer la llevaba muy temprano al night club. Debía permanecer en el camerino de las artistas y, cuando empezaba el espectáculo, salía a observarlo desde un sitio en el que nadie podía verla. El día que cumplió 15 años, su madre organizó una cena en el Jet Set. También el padre de la quinceañera asistió al festejo.
“El show fue fabuloso. Una de las artistas salió a bailar vestida de novia. Hizo un baile hermoso, y yo me reía porque el vestido de novia era espectacular y al final ella se quedó sin el vestido”, rememora.
Irene aún era muy joven cuando quedó embarazada. “Vamos a tener el bebé y no me voy a casar contigo”, le dijo a su enamorado. Pero Amanda tenía otros planes para su hija. “Quiero hablar con tu chico y con su padre”, le pidió cuando detectó su embarazo sin que nadie le dijera nada. “Los dos vinieron a la casa y se encerraron para hablar con mi mamá”, se acuerda Irene.
“Nos casamos el miércoles”, anunció el chico cuando concluyó la reunión. “¡Y era lunes!”, exclama ella con una carcajada. Pero Irene perdió a su bebé. Cuando más tarde se embarazó del que fue su primer hijo, su matrimonio ya estaba hecho añicos. Amanda la acogió en su casa, contrató seguridad y puso dos perros doberman en la puerta para protegerla de su marido. Se dedicó a su hija por completo. En ese tiempo, no bebió una sola gota de alcohol y ambas se dedicaron a tejer la ropa del bebé.
“Mami: te hubieras dedicado al tejido y no a la prostitución”, le dijo Irene cuando descubrió su habilidad para tejer. El nieto fue uno de los grandes amores de Amanda, pero el fin ya estaba cerca.
El fin
La caída de un espejo inmenso que se hizo trizas en la sala de estar fue el primer anuncio de una pronta desgracia. Irene recuerda una pesadilla en la cual vio a Amanda flotando en un espacio incierto; también recuerda un elegante vestido blanco que su madre encargó a Américo Bosco, el diseñador mas célebre del momento, en contra de su costumbre de vestir colores oscuros. “Pero siempre te vistes de oscuro, te vas a ver chancha si te vistes de blanco”, le dijo Irene.
Alicia Velázquez, una de las mejores amigas de Irene, rememora una frase premonitoria en una conversación que tuvo a solas con Amanda algún tiempo antes. “Mi hija y tú van a ser amigas siempre, hasta que sean viejas. Cuídense, apóyense. Yo tengo una vida diferente a la de las demás personas y no sé qué me pueda pasar”, afirmó.
El vestido blanco estuvo listo el día del velorio de Amanda de Gallardo. “Abrieron el cajón cuando llegó el vestido y lo pusieron dentro”, dice Irene.
De la fortuna de Amanda no quedó prácticamente nada. Hoy, Irene no quiere saber de la familia de su madre. Hace poco recibió un e-mail de una pariente.
“Por si acaso, tu madre nunca nos ha dado nada. Nosotros sabíamos la vida que llevaba y estábamos prohibidas de tener contacto con ella”, decía la misiva. “¡Mentira!”, dice Irene. “Venían todo el tiempo a pedirle dinero y ella no se limitaba en esfuerzos para ayudarlos. Políticos, diplomáticos, propios y extraños acudieron al velorio. Incluso vino un grupo de mineros, todos con sus cascos. Claro, también aparecieron los parientes para llevarse sus joyas y sus pieles”, afirma. Irene quiere poner un punto final a todo el desprecio que recibió su madre. Está en busca de un escritor para un libro sobre Amanda.
No escatimó en gastos -refiere su hijo Ramón-: contrató las mejores vedettes y bailarinas de este lado del continente; la vajilla era de cristal de roca, las cortinas de seda y tenía tecnología de punta en luces y sonido.
Los últimos momentos de Amanda
Irene Gallardo también ha sufrido maltratos. Hace un tiempo un golpe recibido en la cabeza casi acaba con su vida.
“Si uno no cambia, las cosas se repiten. Mi vida no es como la de mi mamá, pero el maltrato que sufrió se repite en mí y quiero ponerle fin”. Irene es creyente, ama a Dios y su fe la llevó a tomar la decisión de hablar abiertamente de su historia. “¿Quién puede juzgar la vida de nadie? ¿Quién se anima a tirar la primera piedra?”, dice, en alusión al pasaje bíblico en que Cristo salva la vida de una adúltera.
Muchos años después de su ruptura con Luigi, Amanda había vuelto a confiarle la administración del Jet Set, pero ella aún supervisaba el negocio. Una madrugada de 1990 Irene recibió una llamada. Le dieron una dirección y le dijeron que debía acudir al lugar con urgencia. Amanda había rodado por las gradas del Jet Set. La llevaron a un hospital del mercado Huyustus. “¿Por qué no la llevaron a la clínica Urme o a la Clínica Alemana que estaban más cerca?”, se pregunta. Aún tiene muchas dudas sobre lo que realmente sucedió esa noche.
“Se me partió el alma”, dice refiriéndose al momento en que le informaron a ella y a su hermano sobre el deceso de su mamá. Cuando les permitieron verla, Irene se acercó al cuerpo sin vida de Amanda y le dijo al oído algo que nunca le había dicho antes: “Te amo”.
el sunset era el mejor club
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