Si bien las tres autoras coinciden en la misma época, difieren en condición social y tienen escenarios disímiles. Porque mientras que Helene Berr, estudiante de Literatura en la Sorbona, albergada con su monetizada familia en el elegante barrio VII de París, es perseguida por ser judía, Irene Nemirovsky, novelista consumada, es hija de un acaudalado banquero hebreo emigrado de Ucrania, y la autora anónima que cuenta los primeros meses de la ocupación soviética en Berlín es periodista alemana y aria hasta la médula.
El trío acusador usa lenguaje corriente, hilvana episodios, que exudan sinceridad, caligrafiados cuando las bombas aún sacudían sus viviendas, describiendo la realidad de una pesadilla que imaginación alguna hubiese podido inventar.
Helene Berr impresiona por esa sólida personalidad que completa sus arrebatos literarios con su pasión musical para tratar de esquivar los martirios diarios que la llevan a soñar con otro mundo. Aquel donde se halla consuelo escuchando la Sonata Krauser de Beethoven o recitando para sí misma el soliloquio de Shelley en homenaje al poeta irlandés John Keats, que Helene adopta para resignarse a su triste condición de judía frente a la cruel depuración étnica, porque en la eternidad, sus verdugos “can touch him not and torture not again” (no volverán a tocarle, ni a torturarle). Helene, bibliófila, conservó su Diario para que su novio lo heredara, luego de su inminente deceso ocurrido a sus 23 años, en el campo de concentración de Bergen-Belsen, infectada por un tifus fulminante.
Por su parte, Irene Nemirovsky vivía en el universo imaginario de las letras, hasta que el 16 de julio de 1942 es arrestada y luego confinada a Auschwitz, donde es gasificada un mes después. El manuscrito de Suite Francaise, su novela póstuma, rescatado de milagro por su tierna hija adolescente es publicado solamente en 2004. En sus elegantes líneas critica las pequeñas cobardías que encubren la grande hipocresía de un pueblo derrotado en su propio país, inerte y atemorizado. Irene traza con maestría la caricatura de personajes de la alta burguesía huyendo ante el avance enemigo, junto a sus domésticos y a sus equipajes que contienen inclusive alguna jaula con un pájaro tan atrapado como lo iban a estar ellos más tarde.
El otro lado de la medalla nos ofrece aquella berlinesa anónima que noche a noche apunta en su Diario del 20 de abril al 22 de junio de 1945 los quebrantos que provoca en la capital del Reich la entrada de los primeros batallones soviéticos compuestos por jóvenes mujiks pestilentes, ávidos de gozar como botín de la victoria el favor de mujeres blancas o rosadas que a cambio de preservar sus vidas eran violadas, las más de las veces colectivamente. Cerca de cien mil víctimas denunciaron ese tipo de afrenta.
La protagonista, treintañera, no oculta su secreto para frenar esos asaltos: entregarse en alma y cuerpo a sucesivos oficiales de alta graduación que le servirían como protectores y a la vez serían proveedores de alimentos en esos tiempos difíciles sin pan, electricidad o agua potable. Entre las calles en ruinas, con cadáveres putrefactos insepultos y el caos generalizado bajo la humillante capitulación, la autora revela cómo su casa se convirtió en refugio de los soldados rusos en busca de alcohol y piernas tibias. Con la mayoría de los hombres en los frentes de batalla, sólo quedaban niños, ancianos y mujeres a merced del vencedor.
Algunos detalles del comportamiento soviético son remarcables. Por ejemplo, los rusos preferían las mujeres carnosas, estilo Botero; los soldados cual supersticiosos campesinos, dormían en el primer piso, siempre cerca del suelo, demostrando aversión a los pisos altos por no estar acostumbrados a trepar escaleras. Era conocido su respeto a las embarazadas o a las madres lactantes de párvulos. También rememora la germana la resignación de maridos o padres a ceder, sin muchas objeciones, a las féminas del hogar para salvar su propia piel. En los invasores se detectaba no sólo el deseo del placer sino además, una cierta sed de venganza, comprendida por los alemanes que estaban conscientes que iguales atrocidades fueron cometidas por sus tropas cuando ocupaban tierras conquistadas.
Finalmente, es irónico constatar que la condescendiente berlinesa autora de Eine frau in Berlin es la única de las tres escritoras que murió octogenaria y que el texto completo de su libro, no vio la luz sino luego de su fallecimiento en 2001.
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