domingo, 2 de diciembre de 2018

Domitila Barrios de Chungara, la más conocida de las mujeres mineras de Bolivia


La culminación de todo ese proceso fue la célebre huelga de hambre de fines de diciembre de 1977 hasta la segunda quincena de enero de 1978, como una respuesta a la pseudoamnistía con la que Banzer estaba burlando los intentos del presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, para enfrentarse a la Unión Soviética y otros países de su órbita, presentándose como paladín de los derechos humanos. Por eso mismo Carter quería acabar al menos con algunas de las dictaduras más notorias, como la boliviana.

Las cuatro primeras mujeres mineras que iniciaron la huelga de hambre fueron: Nelly Calque de Paniagua, Angélica Romero de Flores, Aurora Villarroel Lora y Luzmila Rojas Pimentel. La empezaron junto con sus 14 hijos en un piso del Arzobispado de La Paz. Era la tarde del 28 de diciembre 1977 —solo después se dieron cuenta de que era el Día de los Inocentes—, por lo que el mismo Banzer pensó al principio que se trataba de otra inocentada más.

Pocos días después, al mediodía del fin de año (31 de diciembre de 1977), en la sala de visitas del periódico Presencia, se les unió Domitila, sin sus hijos, en el grupo de apoyo de la APDHB. Para conformarlo, sus 11 participantes barajaron varios criterios: uno, más coyuntural, fue sustituir a los niños, que siguieron junto a sus madres, pero alimentándose. Otro, más estructural, fue asegurar que la huelga de hambre seguía y se expandía después de los feriados de Navidad y Año Nuevo. Tercero, que el grupo fuera representativo de diversos sectores, dentro de lo que cabe en un grupo de solo 11 personas: hombres y mujeres; adultos ya maduros (la mayoría) y jóvenes (Rufus [Hugo Ernst]. Nano Calla y Waldy Caballero); grupos de la Iglesia católica: había tres curas (Luis Espinal y yo, ambos jesuitas, y Pastor Montero, salesiano y presidente de la APDH en Cochabamba), dos monjas lauritas (Margarita Montoya y Teresa Zubieta) y laicas y laicos comprometidos, como Rufus y Nano, que además habían formado un grupo de teatro popular; las minas, de donde eran ya las cuatro mineras del grupo inicial, y entonces se les unió en nuestro grupo de apoyo la Domi tila; otros grupos sociales afectados por lo que se pedía (doña Tomi de Llanos, que tenía a su yerno con su familia exiliados en Bélgica); e incluso, se tomó en cuenta el pluralismo político, sobre todo el MIR (con Rufus, Nano y Waldy), el POR (con María Pérez) y varios que, sin una militancia concreta, estábamos bien comprometidos (como la propia Domitila y Lucho Espinal).

Esa huelga de hambre pretendió también recuperar la seriedad y la credibilidad de las huelgas de hambre, sin trampas...

Para mí mismo, esta huelga de hambre es uno de los episodios más llenos de sentido de mi propia vida. Yo había entrado un poco de rebote, para que Lucho Espinal, que fue sin duda el principal orientador de ese primer grupo de apoyo, no se sintiera tan solo. Yo acababa de llegar de México, de donde traje el primer ejemplar de la primera edición de Si me permiten hablar... Se lo pasé en seguida a Domitila, que lo devoró y en seguida me dijo con satisfacción: «Está muy bien». A ella le habían llenado la cabeza con que Moema o los editores tal vez habrían cambiado cosas a su arbitrio. En la nota aclaratoria y la siguiente entrevista de Moema y Domitila en 1978 —que después se han mantenido en la mayoría de las ediciones y traducciones posteriores, aunque no en la presente edición pues ya se las da por innecesarias—, Domitila manifiesta su conformidad con lo publicado.

Existe ya un libro colectivo, La huelga de hambre (APDHB, 1978) centrada sobre todo en ese primer grupo de apoyo de la APDHB. Pero en lo que cuenta Domitila se privilegian los datos iniciales y complementarios desde la visión de las amas de casa y demás grupos mineros que la pusieron en marcha ya desde las minas, sobre lo que se ha escrito poco.

La bronca en las minas se remontaba a los tiempos de la Colonia con la mita obligatoria. Para nuestro tema, el antecedente más claro se refiere a cuando el presidente y militar René Barrientos (1964-1968) «se prestó» la mitad del ya precario sueldo de los mineros dizque para «salvar» a la Comibol. Prometió devolverlo en un año, pero ya no lo hizo nunca.

Recién en la corta presidencia de Juan José Torres (1970-1971), el único militar de izquierda, se les repuso el sueldo siquiera en forma parcial; a Torres lo asesinaron cinco años después en Argentina.

Las protestas, sobre todo a finales de la larga dictadura militar de Banzer (1971-1978), fueron aumentando y el malestar seguía creciendo.

Las radioemisoras mineras fueron intervenidas poco después del congreso minero de 1976 en Corocoro, que también reclamaba aquella devolución y cuyas principales conclusiones son las mismas que durante la siguiente década se usarán en la huelga de hambre. El Gobierno todavía se sentía fuerte y a todas esas demandas respondió: ¡No! Más aún, muchos dirigentes orgánicos fueron tomados presos y/o exiliados para ser de nuevo sustituidos por los llamados «coordinadores», aunque seguían siempre otras dirigencias clandestinas. Así lo cuenta Domi:

[ ... ] mi hijito es el que abrió la puerta y me dice:
—Mamita, a la casa ha entrado un campesino.
—¿Por qué le has dejado entrar? —le he dicho.
—Andá llamar a tu mamá —me ha dicho. «¿Quién será?», he pensado.
Y cuando entro a la casa, era pues el compañero Bernal que había estado disfrazado de campesino. ¡Una alegría de verlo! —He llegado a pie de Oruro —me ha dicho—, y ahora estoy viniendo con una misión.
Se habían reunido los de la Federación de Mineros y habían decidido empezar a luchar por la democracia y hacer que el pueblo vaya recobrando su fe en la Federación de Mineros [...] Que tienen que recordarse que ellos no están desorganizados, que tienen su organización y que en el Congreso de Corocoro [de 1976] se ha afianzado, que hay una nueva dirección y que ellos tienen que seguir los planteamientos de esa nueva dirección. [...]

Todos los miércoles es feria en Oruro, y a esta feria de todas las minas vienen a comprar los obreros. De Bolívar, de Santa Fe, de Machacamarca, de Huanuni, de Siglo XX. Porque es una feria grande de abarrotes, de mercaderías.

Entonces, el miércoles, desde las nueve de la mañana hasta la una está lleno eso de gente minera. Habían decidido que un miércoles un dirigente de esta nueva Federación va a aparecer de esta esquina, va a dar una vuelta por ahí, se va a venir aquí y en un taxi se va a ir rápido. Pero al hacer ese recorrido, va a hablar con los obreros.

Un miércoles aparecía Bernal, otro miércoles otro y así. Después la Policía salía a buscarlos y ya no estaban. El próximo miércoles les esperaban y ellos ya no aparecían, eran otros (Garcés, 2012: 156-157).

Por todo ello, Domitila y las amas de casa estaban cada vez más asociadas con la APDHB, casi los únicos que podían hacer algo pero con una capacidad de maniobra bastante reducida... Por primera vez en plena dictadura hubo huelgas y protestas abiertas; y en este contexto, se produjo también la huelga de hambre, a la que la parte IV este libro dedica una sección. En 1978, Domitila fue la primera mujer (y además minera) candidata vicepresidencial en Bolivia, formando binomio con el candidato a presidente —el dirigente campesino Casiano Amurrio— en el hoy extinto Frente Revolucionario de Izquierda (FRI). Después esas elecciones fueron anuladas por la Corte Nacional Electoral por el descarado fraude del vencedor, el general Pereda. En esa confusa transición a la democracia, un año después tuvimos por poco tiempo a la primera mujer presidenta: Lidia Gueiler Tejada (1979-1980). Lo de Domitila fue además un acto fallido del FRI, como ocurre tantas veces cuando se carece de un buen aparato electoral.

LA MARCHA POR LA VIDA DE 1986

El último esfuerzo orgánico multitudinario de los sindicatos mineros para defender sus puestos de trabajo fue la Marcha por la Vida, en 1986, exactamente un año después de la firma del Decreto Supremo 21060, que metió a fondo al país en el neoliberalismo.
Así lo resume Domitila, que también estuvo en la marcha:

En las minas empezaron a enviar cartas de despido, primero a los más antiguos y después a los otros. A René, mi compañero, también le mandaron la carta. Ellos decían: «Ya pasó la era del estaño. Así que ... ¡salgan de aquí, váyanse!». Y así los obligaron a salir. Más de 30 mil mineros pasaron por eso.

¡Nunca se había visto una cosa igual en Bolivia!

Entonces decidimos hacer una Marcha por la Vida. Miles y miles de obreros, mujeres y hombres, marchamos de Oruro a La Paz para exigir la permanencia de la empresa. Pero al final el Ejército nos hizo parar, con sus tanques y sus aviones ... y tuvimos que regresar (pág. 308).

Esa marcha avanzó sin mayores problemas, y más bien con la adhesión de nuevos marchistas, hasta Calamarca, a unos 60 km de la ciudad de La Paz. Pero ahí ya los estaba esperando el ejército con sus tanques y empezaron también a pasar vuelos rasantes de los aviones de combate.

Entonces Filemón Escóbar, en nombre de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), gritó: «¡Compañeros marchistas, es imposible romper el cerco militar!». Y la gente empezó a desconcentrarse hacia sus sedes o hacia sus casas. El CAC y sus amas de casa estuvieron también orgánica y militantemente presentes en esa marcha. Domitila, como acabamos de ver, también las acompañó. Fue la última gran marcha de los mineros y mineras relocalizados.

Hubo todavía otros actos de repudio contra el Decreto Supremo 21060; pero ya nada de esa misma envergadura. Igual pasó con las amas de casa y su comité.

Pero en 1988, después de sus intentos frustrados para encontrar nuevas formas de vida, un grupo significativo decidió regresar a sus minas, con el eslogan de «el minero es minero nomás». Así lo recuerda nuestra Domitila:

En Bolivia, la crisis económica en esa época era grande. ¡Había una devaluación terrible de nuestra moneda!... Por lo menos esa vez éramos todos millonarios: con un millón de pesos comprábamos cinco panes. El precio de todo subía a cada minuto. Siles había prometido que iba a solucionar la crisis en cien días de su gobierno.

Pero no solo no la solucionó, sino que las cosas se pusieron peores.

Los alimentos desaparecieron del mercado, como pasó con Salvador Allende en Chile..., ¿no? ¿Te acuerdas que los alimentos desaparecían del mercado?

Aquí fue igualito. Pero nosotros sabíamos que había alimentos, y entonces los mineros querían que se solucionara eso.

Además, nos decían que nuestro estaño tenía muy mala calidad. Entonces, la Federación de Mineros había estudiado todo eso: lo que se necesitaba era una máquina especial, más moderna y cierta cantidad de dinero para comprar esa máquina. Pedimos a la Comibol que nos prestara el dinero a los mineros de Siglo XX, para poder contar con esa máquina capaz de concentrar un mineral más fino para competir en el mercado internacional. Incluso sabíamos dónde podíamos comprar la máquina. Entonces fuimos a La Paz todos los mineros, hombres y mujeres, para apoyar a Siles. Habíamos llevado un proyecto sobre ese negocio del estaño. «Tenemos que ir, tenemos que apoyar al Gobierno para que tome medidas más radicales y que se solucione todo eso», decíamos[ ... ].

Pero Siles solo tenía el Gobierno, no tenía el poder. Eso, al final, quedó claro.

No solo no nos recibió, sino que después de todos esos días, ordenó lanzar gases contra nosotros, mandó a la Policía a golpearnos. Y tuvimos que irnos sin más.

Hernán Siles Zuazo tuvo que abandonar la presidencia (1982-1985) con un año de anticipación por falta de recursos del Estado para cubrir los gastos más elementales y entró como presidente, por cuarta vez, Víctor Paz Estenssoro. Cuando en 1985 estaba por firmar el célebre Decreto Supremo 21060, Paz Estenssoro sentenció: «El país se nos muere», y puso en marcha otra serie de cambios estructurales.

Paradojas de la vida y de los Estados: el mismo Paz Estenssoro que en 1952 había hecho todas las reformas conocidas ahora como «el Estado del 52», ahora lo desmantelaba. Y otra paradoja: todo empezó con un simple decreto, la inferior de todas las normas legales. Y el nombre más repetido era «relocalizado», entendido como «sacados de la mina a la calle», con una indemnización por los años trabajados y su categoría salarial. Así lo vivió la propia Domi, ella misma con su compañero René, «relocalizado»:

Fue un momento terrible. ¿Cómo pueden quitarnos el trabajo? Y no solo el trabajo, sino el lugar donde habíamos vivido, donde habíamos nacido, donde habíamos sido criados. Mirá: si tú tienes tu casita y te despiden del trabajo, te vas a casa y buscas otro trabajo, ¿no? Pero nosotros no. Habíamos venido de otro lugar, esa no era nuestra casa, era la casa prestada por Comibol; pero allí habíamos enterrado a nuestros padres, ahí habíamos envejecido, allí los niños tenían sus compañeros, teníamos comadres y compadres, vecinos.

Allí estaba nuestra vida, ¿sabes? De repente... era como si la madre hubiera muerto y nosotros, los hijos, no supiéramos adónde ir. Nos mirábamos, nos preguntábamos dónde nos íbamos a encontrar otra vez..., cuál era nuestra raíz... No sabíamos adónde ir (pág. 308).
Además, «sobre llovido, mojado». Muchos habían invertido sus bonos de retiro en agencias como la de los hermanos Arévalo, FINSA y otras.

Durante los primeros meses todo iba bien, recibían cada mes unos 180 dólares, según lo que hubieran depositado. Para muchos de ellos era la primera vez que recibían tantos dólares mensuales. Pero después la mayoría de esas agencias se hicieron humo, llevándose todos esos ahorros ...

Los relocalizados acabaron viviendo «de limosna». Por eso, en 1988, muchos de ellos decidieron retornar a las minas en las que ya sólo pudieron trabajar formando sus «cooperativas mineras», y sus esposas pasaron de amas de casa a comerciantes de todo tipo (chicherías incluidas). Fue también el fin del CAC.

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