Esta semana puse en el mesón de mi cocina un frasco vacío con una etiqueta que dice “Se prohíbe el lenguaje inapropiado”. Lo hice para impedir que mis hijas rompieran las reglas lingüísticas de mi hogar: si dicen groserías tienen que depositar un dólar en el frasco. También lo hice para controlar mi propio uso de frases inapropiadas. En los últimos meses, conforme ha aumentado el estrés debido a los tumultuosos acontecimientos políticos, yo misma he dicho cada vez más palabrotas. Así que también me he comprometido a cumplir la promesa de pagar el dólar por cada infracción para impedir que mis hijas me imiten.
¿Se trata de una trivialidad doméstica? Tal vez. Pero, como los antropólogos han argumentado durante años, “decir groserías” es un barómetro de las normas sociales. Y cuando se trata de la actual cultura occidental, el tema de quién (y quién no) utiliza lenguaje inapropiado revela algunos puntos interesantes sobre los roles cambiantes de género, y los conflictos internos que estos cambios provocan.
Para entenderlo, hay que tomar en cuenta el fascinante estudio realizado por Barbara LeMaster, una antropóloga lingüista en la Universidad Estatal de California.
En este trabajo, que presentó el mes pasado en la Asociación Antropológica Americana en Minneapolis, ella examina los patrones recientes del uso del lenguaje inapropiado de los hombres y las mujeres estadounidenses en el último siglo, utilizando datos que encontró en encuestas, archivos históricos y textos publicados.
Su primera afirmación es que la mayoría de las groserías occidentales se pueden clasificar en tres categorías: se refieren al sexo, al excremento o a la religión. Esa información no es sorprendente: la razón por la que nos impactan las groserías es que ignoran las convenciones y rompen los tabús. En el caso de la cultura estadounidense, la actividad sexual, el excremento y la religión se han considerado como privada, “sucio” y sagrada, respectivamente. Por lo tanto hablar sobre estos conceptos en público y/o de manera irrespetuosa rompe barreras.
Pero el lenguaje no es estático y eso incluye el uso del lenguaje inapropiado. Cuando LeMaster analizó los patrones de lenguaje de los hombres y las mujeres del siglo pasado, notó una profunda divergencia: los hombres que estaban enojados usaban palabras vinculadas al sexo, al excremento y a la religión (frases similares a las groserías modernas). Sin embargo, las mujeres “tenían su propio lenguaje especial”, afirmó la experta. Usaban frases que subvertían la religión de una manera más sutil como “bendito” o “ay Dios”, entre otras que ya no ofenden, porque la religión ha perdido su rol dominante en nuestra cultura.
La razón por esta división es obvia: en el siglo pasado, existía una clara división de los roles masculinos y femeninos en muchos aspectos de la vida cotidiana, y el ideal cultural de la “feminidad” exigía que las mujeres fueran sumisas, subordinadas y serviciales. Hablar como un hombre (cruda y agresivamente) era un tabú.
Actualmente, ha cambiado el concepto del “comportamiento aceptable” para las mujeres: ahora las mujeres son líderes empresariales, gobernantes, científicos, soldados y periodistas. Aún no tienen la misma libertad cultural que los hombres; sólo hay que tomar en cuenta el oprobio que sufrió Hillary Clinton o la costumbre de describir a las mujeres asertivas como “mandonas”.
Pero conforme han cambiado los roles, también han cambiado (y seguramente seguirán haciéndolo) las expectativas del lenguaje.
Cuando Barbara LeMaster observó cómo las personas utilizan las groserías actualmente, descubrió que las mujeres dicen malas palabras a la par con los hombres, o tal vez aún más. “Las mujeres han comenzado a utilizar el mismo lenguaje ofensivo que los hombres, pero los hombres no están utilizando las frases que usaban las mujeres hace un siglo”. Y aunque varía la proporción de las palabras asociadas con el sexo, el excremento y la religión, esta distinción ahora es tanto un reflejo de clase y religión como de género.
¿Esto es positivo? Muchos de mis lectores seguramente piensan que no es así. Y ya que yo soy el producto de mi propios prejuicios y entorno cultural, de alguna manera estoy de acuerdo: Odio la idea de un mundo moldeado por el “lenguaje ofensivo”, especialmente cuando se trata de mis hijas.
Eso explica la introducción del frasco del lenguaje inapropiado en mi casa.
Por otro lado, de cierta manera me anima el hecho de que decir malas palabras sea una práctica compartida igualmente por ambos géneros. Ganar el derecho de usar frases ofensivas sin necesidad de disculparte (mucho) nunca fue un ideal feminista, y es totalmente trivial comparado con los temas increíblemente serios que enfrentan a las mujeres actualmente. Sin embargo, lo único peor de un mundo en el que las personas gritan obscenidades es un mundo que sólo permite que lo hagan los hombres. El lenguaje, al igual que la mayoría de las cosas, no debiera estar relacionado con el género.
Así que tal vez sea el momento para que los hombres comiencen a imitar el lenguaje antiguo de las mujeres o para que todos nos limitemos a decir “bendito” o “ay Dios”. Tal vez suene débil o anticuado, pero ahora más que nunca, un poco de civilidad, respeto y gracia podrían ayudar tanto a los hombres como a las mujeres. Tal vez podrían ayudar a crear un mundo más equitativo.
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