Un buen golpe de zurda no es garantía de nada. Y eso bien lo sabe Carmen Rosa. En los años 70, Mohamed Alí ascendió a los olimpos del boxeo tras encarar riñas dramáticas, como la que le enfrentó a George Foreman en Kinshasa, la capital del antiguo Zaire —hoy República Democrática del Congo—, y ahora padece una vejez pisoteada por el Parkinson, que le ha privado del habla. Carmen Rosa, de 45 años, también es desde hace tiempo una todoterreno de los cuadriláteros, pero la fama y los aplausos no le han asegurado el plato de comida diario. Y se ha visto obligada a abrir una pensión a unas cuantas cuadras de la Línea Amarilla del teleférico de El Alto para que las cuentas salgan.
Carmen Rosa se llama en realidad Polonia Ana Choque Silvestre, pero son muy pocos los que la conocen por ese nombre radiactivo. “Tú tienes cara de Carmen Rosa, no de Polonia, me dijo hace poco un policía mientras realizaba algunos trámites”, se ríe. Su local —donde acabamos de acomodarnos— está decorado con máscaras de tela y afiches que publicitaron pugnas estelares en el pasado, y me recuerda a las tabernas españolas adornadas con grandes carteles que promocionan corridas de toros. De lunes a viernes, a la hora del almuerzo, Carmen Rosa ofrece platillos típicos: fricasé, fideo con maní, chicharrón de cerdo”, enumera. Y la presión que soporta es muy parecida a la que sufre entre las tres cuerdas: aquí el punto de sal es el equivalente a una patada voladora.
Carmen Rosa jamás se ha cubierto el rostro para afrontar una batalla. Es más: suele subirse al ring con una intensa capa de maquillaje que resalta sus facciones aymaras. Y sus señas de identidad son las trenzas y la pollera. “Siempre me ha gustado rescatar nuestra cultura y siempre he estado muy orgullosa de ser cholita. Yo no me visto así para disfrazarme”, asegura. Cuando pelea, se desprende de sus aretes, de su faja, de su mantilla y de su sombrero. “Me siento más cómoda con todo fuera”, bromea.
Carmen Rosa —a quien he visto protagonizar saltos espectaculares— jamás se ha roto una costilla, ni siquiera una falange tras un movimiento brusco. Sus heridas de guerra apenas fueron rasguños momentáneos y circunstanciales que levemente le robaron algo de sangre, y lo que le derrota lentamente cuando acaba una contienda es el dolor de cabeza, que atenúa gracias a un remedio casero que elabora con coca, alcohol y romero.
El cinturón que acredita a Carmen Rosa como campeona de lucha libre está hecho de estaño y cobre y es rojo y brilloso. “Se lo debo a la gente”, me dice mientras lo acaricia, y luego mira de reojo hacia un costado para observar a los primeros clientes que han llegado en busca de los primeros guisos calientes. Para una cachascanista como ella, el cinturón lo es todo: la victoria, el poder, la gloria. Y cuando sostiene el suyo en alto como una vedette (minutos antes de sus duelos salvajes) se siente como en una película.
El ruedo político
Carmen Rosa considera que lo embarazoso no es besar la lona cada vez que alguna de sus retadoras le pilla desprevenida (tras un mal giro o tras algún tropiezo absurdo), sino acomodarse una y otra vez a otras rutinas más cotidianas. “Cuando estoy en casa, lavo, plancho, cocino y administro plata —detalla—. Y eso es lo que me mata”.
Esta profesional de los piquetes de ojo y de las llaves semiacrobáticas es además —a su manera— una especie de nómada. Su osadía le llevó de viaje a Nueva York, y también, de gira el año pasado por algunas de las poblaciones más remotas de Bolivia. En este último caso, por invitación de Wálter Tataque, una mole de 2,25 metros de altura y otros tantos de humanidad que ha sentado cátedra como púgil desenmascarado.
En algunas de las comunidades que visitaron, el mayor espectáculo del altiplano era recibido como si llegara el circo. Carmen Rosa entonces no dudaba en remangarse para montar la estructura sobre la que luego se zurraban a mamporrazo limpio. “A mí, nunca se me han caído los anillos por agarrar una tabla”, comenta. Y después recuerda que a veces regresaba completamente abatida. “En algunos lugares tenían una linda cancha sintética, pero carecían de conexiones de agua, y eso me entristecía muchísimo”.
Mientras me lo cuenta, su mente parece estar muy lejos de su restaurante y de las sillas que nos rodean, de estas sillas tan similares a las que utiliza a veces para reventar espaldas. Y antes de marcharse anuncia que ha decidido entrar al ruedo político. Lo hará de la mano de Felipe Quispe, el Mallku, un exguerrillero de tez cetrina tan ducho en el arte de esquivar sopapos a mansalva como ella; y tendrá que aniquilar a su personaje para cumplir su sueño: la ley le obliga a figurar en las papeletas oficiales como Polonia.
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