Emilia no escogió a su esposo. Ni él la eligió a ella. Los obligaron a casarse ante un Oficial de Registro Civil de Oruro y la vida se hizo tortuosa para ella. “Yo nunca supe lo que es ser amada por un esposo, él jamás me trató con cariño ni me dijo mi amor”.
De niña conoció la violencia, aquella que los hermanos mayores muchas veces ejercen en contra de los menores, “cuando las travesuras son demasiadas”. Pero, no fue hasta que se fue a vivir con su marido, que supo el significado real del maltrato. Le tomó 35 años aprender que podía ponerle un fin a su sufrimiento.
El hombre que escogieron para Emilia se ganaba la vida como chofer de buses del transporte interdepartamental y, lógicamente, viajaba todo el tiempo.
Pero cuando llegaba al hogar, le exigía que lo atienda como un rey y a la menor falla la golpeaba, la humillaba, la ofendía y la trataba como a un ser inferior a él, en presencia de los niños.
El preguntaba a otras personas sobre el comportamiento de Emilia durante su ausencia y si le decían que la habían visto caminando por la calle, los puñetes se estrellaban contra sus ojos hasta dejarlos tapados por la hinchazón. Las patadas en su cuerpo también eran parte del violento repertorio de aquel extraño que llegaba de vez en cuando para recordarle a Emilia que ella le pertenecía y no podía tener una vida al margen de los límites que le imponía.
“Me arrastraba de las trenzas, me arrancaba cabellos, me lanzaba al piso y me pateaba en el estómago, así me rompió una costilla”, rememora, mientras coloca sus manos callosas sobre el costado izquierdo, como si aún le doliera aquella golpiza.
Su suegra fue la mujer que más la expuso ante su marido, pero sin fundamentos. El esposo no le dejaba suficiente dinero mientras viajaba a distintos departamentos llevando pasajeros. La plata no alcanzaba y ella tenía que hallar la forma de calmar el hambre de sus hijos.
“Mi mamá me había enseñado a costurar y me decía que yo no siempre iba a mirar el bolsillo de mi marido. Entonces costuraba, tejía a crochet y, después de hacer dormir a mi wawita, salía a vender y mi suegra me veía caminando y le avisaba a él para que me pegue”.
Catorce años vivieron en Oruro y luego se mudaron a Cochabamba, donde Emilia soportó otros 21 años de violencia psicológica, física y económica.
“¿Por qué tanto?”, la inevitable pregunta. “Por no deshacer mi matrimonio, para que mi familia y la gente no me juzgue. Además, no tenía a dónde ir, habría tenido que dejarlos a mis hijos porque no podía mantenerlos yo sola y no me imaginaba mi vida sin mis wawitas”.
En una oportunidad, doña Jacinta, una vecina que quería como una hija Emilia, le salvó la vida. “Todo el tiempo quería matarme ese hombre y ese día llegó con una pistola que puso a mi cabeza, mi hijita había corrido a llamar a mi vecina y ella con otros del barrio patearon la puerta y entraron a salvarme”. En Cochabamba, Emilia descubrió las infidelidades de su esposo y la existencia de otros hijos. A distintas mujeres y en su trabajo, él les decía que era viudo. “Me prohibía ir a la terminal de buses para que no lo vean conmigo. Cuando lo sorprendí con otra mujer, él me golpeó a mí”.
Prometía cambiar, pero las golpizas se hacían cada vez más crueles. El día que uno de los hijos de la pareja se casó, Emilia cocinaba y su esposo fue a reclamarle porque no les servía a sus parientes. El hombre la golpeó en el rostro con tal brutalidad que le fracturó la nariz y ella perdió el conocimiento. Los familiares de él lo ayudaron a escapar. El hijo recién casado tuvo que emplear el dinero que le regalaron en la boda para pagar la dolorosa cirugía de su madre.
“No he quedado bien, sufro de sinusitis. Cuando hace frío o calor me duele desde mi nariz hasta la frente”. Entonces, Emilia decidió ponerle un alto a tanto dolor. Buscó ayuda. Un policía que la vio desesperada esperando a un médico forense le dijo: “Si no tienes plata andá buscale a la Julieta Montaño”. Sin dinero, Emilia caminó varios kilómetros hasta la oficina Jurídica para la Mujer. Era mi única esperanza para que se acabe este maltrato. Llegué y encontré las respuestas”, afirma.
Hay que saber
Qué es violencia
La violencia es una forma de “castigar” a quienes no obedecen los roles que la sociedad patriarcal les ha impuesto. Se expresa a través del maltrato psicológico, físico, sexual, económico y puede derivar en un feminicidio, si no se frena a tiempo.
La violencia es general
La violencia basada en género afecta a todos los sectores de la sociedad, a las familias de todas las condiciones económicas y ocurre en todas las regiones de Bolivia.
El alimento del maltrato
El maltrato se alimenta del silencio de las víctimas y de todo aquello que el sistema patriarcal ha internalizado en hombres y mujeres. La antropóloga e investigadora mexicana, Marcela Lagarde, dice, por ejemplo, que el sistema les ha enseñado a las mujeres a odiarse entre ellas, a enemistarse. Por ello se critican, se juzgan e incluso algunas justifican el que unas hayan sido golpeadas, por no haber cumplido el “rol de mujer” que le impusieron.
“Estaba muerta, ahora vivo”
Emilia confiesa que el día que llegó a la Oficina Jurídica, había decidido que si no encontraba ayuda, iba a quitarse la vida. “Yo estaba muerta en vida, ahora estoy viva, al fin he salido de ese círculo de la violencia”. En la Oficina la escucharon, la ayudaron legalmente con la denuncia, pero lo más importante, “me enseñaron que las mujeres no debemos aguantar la violencia. Tenemos derechos. No somos propiedad de los hombres y tenemos que querernos y ayudarnos entre nosotras”. Todos los viernes, sin falta, Emilia llega a la Oficina para seguir capacitándose como promotora. Ahora es una líder de barrio que enseña a otras mujeres a enfrentar la violencia. “Sonrío y hago chistes, converso, pero a veces recuerdo todo lo que aguanté me pongo triste y lloro. No es fácil. Pero me levanto y sigo adelante, ya sé cómo”.
Marina:“Cuesta mucho decir basta y pasar del rincón de casa a ser líder”
Por 26 largos años, Marina Poro soportó la violencia psicológica y física de su esposo hasta que comprendió que las golpizas se tornaban cada vez más crueles y que podía terminar muerta. Hace tres años enfrentó a su gigante y se separó de él. Hoy, Marina es la presidenta de la Red Municipal de Mujeres de Atocha, en Sud Chichas, Potosí y al fin vive una vida libre de violencia.
Marina se casó, llena de ilusiones, a los 21 años. Tuvo cuatro hijos con su esposo, pero casi desde el principio, las ofensas, los insultos y las humillaciones que él la hacía pasar, fueron socavando su autoestima hasta dejarla paralizada. “El era muy callado, pero cuando bebía salía toda la violencia que llevaba dentro. Me gritaba que yo no valía ni un centavo. Me comparaba con otras mujeres y me decía que ellas eran mejor que yo, luego me pegaba”.
Marina Poro le tenía terror a su esposo. Cuando se enteraba que estaba bebiendo, corría a esconderse debajo de las camas o donde él no la pudiera hallar. “Viví mucho dolor y con mi autoestima baja, no podía dejar a mi agresor. Tenía miedo a quedarme sola, al qué dirán si no aguantaba”, confiesa.
Hace 10 años, alguien la invitó a una reunión de mujeres del Centro de Promoción Minera (Cepromin), que ejecutaba el Plan Quinquenal Emancipación. Allí empezó a entender que la violencia contra las mujeres es inadmisible. “Muchas contaban sus testimonios y lloraba por dentro porque era lo que vivía. Vi a estas mujeres salir del círculo de la violencia y entonces lo comprendí. “Esa fue la última vez que me golpeó. Lo enfrenté y le dije que quería separarme, que él acabaría matándome o yo lo mataría a él en defensa propia. El quemó mi ropa y tuve que salir sin nada”. Hoy es una promotora contra la violencia y admite que si no hubiera contado con el apoyo de la red de mujeres, habría muerto. “Cuesta mucho decir basta. Salir del rincón de la casa para ser líder, pero vale la pena”. Marina cuenta que en los centros mineros, el maltrato a la mujer es terrible y no hay casas de acogida. “Hay compañeras que salen a mitad de la noche huyendo y no tienen a dónde ir”. Pide que la Ley 348 se cumpla y que las autoridades no obstaculicen la justicia.
Oficina capacitó a 1.500 mujeres, pero falta dinero
“He llorado tanto que ya no tengo lágrimas. Mi pareja me fracturó varios huesos y mi nariz ha quedado desfigurada, pero ya no estoy con él. Hice todo para que reciba ayuda psicológica, pero no quería cambiar y si no hubiera sido por que aprendí de dónde viene la violencia y cómo podemos cambiar nuestros pensamientos, ya estaría muerta”, dice Carla, de 34 años. Ella fue invitada por una promotora legal de su barrio a las reuniones en la Oficina Jurídica para la Mujer.
Esta institución ha capacitado gratuitamente a más de 1.500 mujeres como promotoras legales contra la violencia en los últimos años. Muchas de ellas, literalmente, fueron rescatadas de las garras de la muerte y de la depresión.
Cada año, en el mes de febrero, comienzan los cursos de capacitación que duran 6 meses. Una vez a la semana, las mujeres inscritas vienen desde distintas provincias de Cochabamba, y de la misma ciudad, a los talleres para aprender sobre el origen de la violencia basada en género, la discriminación, sus manifestaciones, la equidad de género, sexualidad, sobre sus derechos, las leyes, cómo interpelar a la justicia, y otros. La directora de la Oficina Jurídica para la Mujer, Julieta Montaño, relata que estas mujeres, a manera de práctica, se reúnen con el Comandante de Policía, de la FELCV, la presidenta del Tribunal de Justicia, el Fiscal del Distrito, el Defensor del Pueblo, quienes les explican personalmente cómo deben presentar denuncias de violencia y cuál es la ruta que debe seguir la investigación para que termine en el juzgado.
Sin embargo, la falta de recursos para sostener estos talleres, que son gratuitos para las mujeres, ha obligado a la Oficina Jurídica a dictar un solo taller al año (antes eran dos) y a disminuir su servicio legal a una abogada de medio tiempo en la ciudad y a una abogada de tiempo completo en Quillacollo. “Pese a todo, vamos a seguir apoyando a las mujeres”, asegura Montaño.
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