lunes, 24 de noviembre de 2014

Anamar, la “dama de hierro”

La barbarie había decidido ensangrentar la ciudad en el día de Todos los Santos. Los bárbaros inauguraban así una de las más fugaces arremetidas golpistas, y la más feroz. Las tanquetas disparaban balas de guerra sobre una masa humana inerme que salió a las calles a defender la democracia. El coronel Doria Medina ordenaba a la metralla tirar a matar. A las 10 de la mañana, los muertos se contaban por decenas: el comandante gorila se graduaba de "Mariscal de la Plaza San Francisco”.
De madrugada, el 1 de noviembre de 1979, las fuerzas golpistas habían asaltado la Casa de Gobierno al mando del coronel Alberto Natusch Busch, católico, apostólico y beniano, quien, según sus allegados, no daba el perfil de un criminal de guerra, todo lo contrario: "era un militar bonachón y farroso”, decían.
Había sido persuadido por hombres diestros en moverse en esa zona gris que divide lo legal de lo ilegal, prestos a demostrar que el momento histórico no tiene por qué consultar el santoral católico y que el pueblo no tiene otra que resignarse a su suerte: Guillermo Bedregal, José Fellman Velarde y Edil Sandoval Morón, dirigentes del MNR-A, eran la trinidad pensante/actuante de la asonada de Todos Santos.
En las vísperas, Bolivia celebraba el único triunfo de su diplomacia sobre la chilena, que no era poco. Nunca antes la historia había pasado tan fugazmente de lo extremo insólito a la situación límite, en apenas unas horas; nunca antes los hechos fueron de una complejidad tal que nadie daba crédito a lo que estaba sucediendo.
A media mañana se había producido una pasmosa sincronía. Mientras en "algún lugar” de La Paz el presidente depuesto, Walter Guevara Arze, declaraba instalado el gobierno en la clandestinidad, y su ministra de Informaciones, Ana María Romero de Campero, transmitía la noticia, en el Palacio Quemado, una veintena de periodistas nacionales y extranjeros exigía la presencia del jefe golpista huidizo.
En su reemplazo apareció el canciller. "Voy a hablar, voy a hablar, pero en mi despacho”, repetía nervioso Bedregal y salía del Palacio seguido por los reporteros en corrida detrás suyo. Una vez en su despacho empezó lo que fue, más que una rueda de prensa, un interrogatorio policial.
Lo no narrado versus la desmemoria
Después de trajinar del Sheraton Hotel a Palacio, de la Cancillería al hospital y luego de hacer un balance de situación con Amalia Barrón -entonces periodista de Cambio 16 (Madrid, España)- me fui en busca de esa otra amable colega que días antes, en la sala de prensa de la asamblea de la OEA, había insistido en que yo debía asumir la gerencia general de TV Boliviana.
Ahí estaba, en el living de su casa de la Hermanos Manchego, Ana María Romero, única mujer del gabinete del mandatario derrocado. A su lado, el canciller saliente, Gustavo Fernández; en un sillón personal, Carlos Miranda Pacheco, hasta hace unas horas ministro de Energía. Nos saludamos cordialmente.
-La situación es preocupante, Ana María ha empezado la represión, no vaya a ser que les alcance. Tendrían que tomar algunos recaudos.
-Estamos en eso, Pachi, ¿cómo están las cosas en el Sheraton?
-Ya han partido casi todos los cancilleres. Orfila ya está volando a Washington.
-¿Y Juan Carlos Gumucio? ¿Hablaste con él? (Gumucio era director de la Unidad de Comunicaciones de la OEA y me había designado jefe de Prensa de la IX Asamblea).
-Brevemente. El Sheraton era una locura esa mañana. Todos sólo querían rajar. Juan Carlos y Orfila decidieron ser de los últimos en salir.
-¿Escuchaste la declaración de Guevara?
-Sí, en Palacio, por radio, junto a Amalia Barrón y otros colegas. Hasta el mediodía, tres hechos encabezaron los despachos: el golpe, el gabinete clandestino y la acorralada a Bedregal por los periodistas en su despacho.
-Prensa no nos va a faltar.
-Sí, pero a mí me preocupa que ustedes estén al lado del 110 cuando el único que hubiera podido neutralizar a la policía, el ministro de Gobierno (Araníbar), se ha asilado al primer disparo. De veras, hermana, esta casa está muy expuesta, sería bueno que busquen una más segura. Pueden contar con la mía, en todo caso.
-Dónde estás viviendo -inquirió Anamar. Arranqué una hoja de mi agenda, anoté la dirección, mi número telefónico y dibujé un plano.
-Llámenme si consideran necesario.
-No te preocupes, ya hemos tomado las previsiones -dijo uno de los exministros- con aire de suficiencia.
-Sabemos qué hacer en estos casos -reforzó el otro, más autosuficiente aún-.
-Gracias hermano, estaremos en contacto -dijo Ana María-.
Me despedí y salí rumbo al domicilio de Marcelo Quiroga Santa Cruz, ubicado muy cerca. Conversamos unos minutos. El líder socialista redactaba la posición del PS-1, a ser presentada en el Congreso.
A las cuatro de la tarde comenzaron a llegar a mi casa los integrantes del gabinete clandestino. La casa del callejón, ocasional refugio de los caídos, mientras duró la aventura de Natusch Busch, comenzaba a ser historia.
La decisión de trasladar el gabinete depuesto a mi domicilio fue una de las primeras que iba a adoptar Ana María Romero, que llegó junto a su esposo, Fernando Campero.
Desde el primer día, la exministra estuvo en contacto permanente con el exmandatario. Su lealtad con el doctor Guevara era apostólica. Consiguientemente fue la jefa de gabinete en ejercicio.
Resistencia clandestina
Las circunstancias determinaron que las cuestiones de logística y seguridad recayeran en mi persona. En esas tareas estuve colaborado por dos sobrevivientes de la izquierda dura: Raúl Araoz Guzmán y Arturo López Durana. Mi hermano Carlos se hizo cargo del suministro alimentario y servía de enlace entre los refugiados y sus familias. Tal era el "aparato” de la resistencia clandestina.
Afligida ante el riesgo o perjuicio que suponía acogerlos, Ana María volvió al tema de mi situación en la OEA.
-¿No ibas a viajar con ellos?
-Iba a hacerlo, pero preferí quedarme. Acordamos con Juan Carlos Gumucio que él iba a hacer lo que pueda en Washington para difundir lo ocurrido y que desde aquí yo lo mantuviera informado.
-Si esta aventura golpista se definiera en los medios, a Natusch no le quedaría un día más, sentenció Ana María, y estaba en lo cierto: la condena internacional fue unánime desde el mismo momento del alzamiento. Si algo funcionó desde el primer día fue el acopio informativo.
Con el sigilo del caso, Ana María recibía información de colegas y amigos, poseía fuentes parlamentarias e intercambiaba datos con el doctor Guevara Arze, con quien se veía seguido "en algún lugar de La Paz”.
Al alba del 2 de noviembre hicimos un aparte con Ana María. Coincidimos en que había que hacer algo para reforzar el repudio externo hacia Natusch. La salida del excanciller Fernández al exterior devenía un imperativo.



Si esta aventura golpista se definiera en los medios, a Natusch no le quedaría un día más, sentenció Ana María, y estaba en lo cierto.

De inmediato me reuní con Arturo López (el Loco Arturo) y Raúl Araoz. Ellos iban a encargarse de preparar el traslado de Gustavo Toto Fernandez hacia la frontera más próxima, que al final no se concretó.
¿Dónde están las armas?
Por una u otra vía llegaban noticias alarmantes: 48 horas después del rechazo congresal al golpe fascista, las dos bancadas mayoritarias ya negociaban con los alzados. El único que mantuvo una posición de apoyo a la legalidad fue Marcelo Quiroga Santa Cruz, no obstante que en la elección de agosto el PS 1 no había votado por Guevara.
Pasaban las horas y la represión funcionaba mejor que la gestión de gobierno, y no hace falta decir que entre los huéspedes -casi todos apolíticos- y nosotros, no teníamos un fierro. Había que hacerse al menos de unas armas cortas, así fuera para alertar con disparos si acaso se producía un asalto.
-Yo sé dónde están las armas -se iluminó el Loco Arturo-. Las enterramos en el bosquecillo de Pura Pura, el 71, después del combate de Laikacota.
-Anda a buscarlas compañero, pero cuídate… De paso te traes unas sardinas.
Dos días después volvió el valiente con la barba crecida, las cajas destempladas y muerto del hambre.
-No encontré nada hermano. En el lugar habían levantado una casa de cuatro pisos. Hablé con la dueña, se compadeció y me dio estito -desalentado, Arturo sacó una Colt 38 con tres balas en el cargador-.
-Nos tenías preocupados.
-Jodida está la cosa. Sólo hay unos cuantos focos de resistencia dispersos e incomunicados, y una que otra arma.
El cuadro de situación no era nada alentador. Ya era un eco lejano el paro de la COB, que se había extendido de 24 a 48 horas, y era leve la condena pública del PS-1 hacia el golpe, frente los conciliábulos del MNR-A y la UDP en el Congreso, destinados a buscar una salida, sin Guevara Arze a la cabeza. Decaía el ánimo en la casa y los nervios hacían presa de un colectivo no proclive a moverse entre las sombras.
El 15 de noviembre fue un día de pequeñas grandes conmociones. Ana María atendió una llamada telefónica. Como una mueca el entusiasmo grabó su rostro. Del otro lado de la línea alguien le informaba que la vuelta de Guevara Arze era inminente, tanto que había que darse prisa y organizar el retorno a Palacio.
-Volvemos hermanos. Ana María dio la buena nueva al gabinete clandestino, sin entrar en detalles de qué estaba sucediendo en las zanjas ciegas del poder. Empezó a dar instrucciones. Cuando Arturo López insinuó que podía reunir algunos compañeros, armados, e ir por delante y a los costados de la caravana, a manera de escolta, Ana María dijo algo que la retrataba de cuerpo entero: "Si hemos resistido sin pegar un tiro, mal podríamos volver al Palacio con armas en apronte”.
Hicimos el último aparte con ella. Luego de agradecer por todo dijo en un tono entre reflexivo y convencido: "Ya estoy harta de todo esto, es demasiado… Hazte cargo del ministerio, Pachi”.
-No sé, no sirvo para eso, hay otros -le dije-. Tú deberías seguir en el Gobierno, y no sólo a cargo de Informaciones, sino como "Primera Ministra”, como una dama de hierro -le dije tratando de levantarle el ánimo al comprobar cómo la función pública puede alterar la vida privada de una persona hasta el hartazgo-.
En eso se escuchó un ruido seco en el jardín de al lado. Ana María giró hacia atrás, ansiosa, como buscando algo o a alguien. No obstante el trance que suponía la vuelta al Palacio se abría un espacio breve para que la historia saliera de su letargo: recordé una carta que le escribe el Che a Aleida March, su segunda esposa, en la que le dice que en pleno combate, en un momento donde él sale corriendo en medio de un tiroteo, presto a contraatacar, gira y se da cuenta de que ella va corriendo detrás de él, que lo acompaña. En ese movimiento de combate, y en ese momento, el Che comprendió que la amaba.
Al darse vuelta, súbitamente, en este otro momento de nervios aprensados, Ana María Romero se había encontrado con la mirada de Fernando Campero, su esposo, su sobrio y grande guardián, que estaba detrás de ella, que la acompañaba. En ese trance de riesgo, en ese momento, Anamar comprendió que lo amaba… más que nunca.
Nunca supe de quién era la voz del otro lado de la línea; la voz que desató el júbilo colectivo en unos segundos. Todo estuvo listo para volver a la normalidad democrática, es cierto, pero la euforia se fue tan pronto como había llegado. "Todo se vino abajo”, dijo Ana María, luego de atender otra llamada.

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