viernes, 21 de octubre de 2016

Disney ¿Las mujeres no pueden ser felices y solteras?

‘Frozen’ había cambiado esta dinámica, pero la nueva versión ‘live action’ de Mulán redunda en lo mismo: puedes ser guerrera e independiente, pero para ser feliz tu historia terminará en boda.

Ningún proyecto importante de Hollywood lo es de verdad hasta que genera alguna polémica. En su plan para reciclar todo su catálogo de clásicos, Disney ha anunciado que Mulán tendrá su propia versión en imagen real. Enseguida saltaron los rumores de que, si bien la heroína estaría interpretada por una actriz oriental, al capitán Shang (su superior primero y su novio después) le pondría cara un actor americano. Es habitual que Hollywood utilice estrellas occidentales para interpretar papeles de otras razas, tanto que hasta tiene un nombre (white-washing, lavar en blanco). El temor a que el público rechace una película protagonizada por una persona árabe, japonesa o hindú les lleva a cambiar la raza de sus personajes. En realidad no está demostrado que el público no quiera ver diversidad racial en las películas, porque por prevención nadie le ha dado la opción de decidirlo.

Disney se apresuró a negar este bulo: el novio de Mulán también será oriental. Tras haber abierto por fin sus fronteras al cine americano, China es el segundo mercado para Hollywood actualmente, así que este reparto íntegramente oriental no es ningún riesgo en realidad, sino una apuesta segura. Las redes sociales respiraron tranquilas y se dispusieron a encontrar una nueva polémica con la que indignarse. La maniobra de distracción le salió redonda a Disney, pues consiguieron que nadie se plantease el verdadero agravio que esconde este remake. ¿Por qué Mulán tiene que tener novio?

A todo el mundo le preocupa la raza del novio de Mulán, pero nadie concibe que no lo tenga. Se cuestiona su raza, pero en ningún momento su existencia. Se asume que Mulán necesita un ligue para completar su aventura. Disney lleva décadas prometiendo que un buen final feliz no lo es de verdad si la princesa acaba soltera. Esa asociación indisoluble de “vivieron felices y comieron perdices principalmente porque se casaron” ha calado en el subconsciente colectivo desde niños, y está tan grabada a fuego que seguimos utilizando “sola” cuando queremos decir “soltera”. Seguimos asociando el concepto de “una vida estable” a vivir en pareja (cuando algunas relaciones son de todo menos estables), y tras un divorcio los medios abusan de la frase “ha rehecho su vida” para describir que ha vuelto a encontrar el amor. Y cualquiera que haya vivido una separación sabe que para “rehacer la vida” hacen falta muchas más cosas que encontrar una nueva pareja.

Los finales felices (de boda) en Disney siempre han estado asociados a la posición social. Para las princesas, quedarse soltera era sinónimo de seguir con una vida miserable. De no haber sido por sus (vamos a llamar las cosas por su nombre) braguetazos, Blancanieves se habría pasado la vida lavando los calzoncillos de esos enanitos, Cenicienta habría seguido esclavizada por sus hermanastras y Aurora habría seguido echándose la siesta más larga del reino. El matrimonio era su liberación, era la única forma de salir de su miseria. Pero en los 90 Disney se modernizó, y sus desenlaces en boda empezaron a resultar forzados.

Bella quería vivir preciosas aventuras, pero se tuvo que conformar con una biblioteca gigante y una boda. Aladdin se disfrazó de príncipe, pero sólo pudo casarse con Yasmin cuando su suegro cambió la ley (la dictadura de Agraba tenía sus cosas buenas). Hércules renunció a su inmortalidad en el Olimpo para quedarse en la Tierra con una humana picantona y deslenguada. Las bodas de Disney ya no parecían un triunfo, sino un premio de consolación postizo en el que el protagonista renunciaba a sus sueños para casarse. A pesar de que las películas Disney suelen ser despreciadas como panfletos machistas, no es del todo cierto. Son conservadoras, que no significa necesariamente lo mismo.

Las chicas Disney en los 90 eran dueñas de su propio cuerpo (siempre esbelto, eso sí): Ariel movía cielo y tierra para conseguir unas piernas con las que rodear a Eric, Yasmín utilizaba su erotismo para distraer a Jafar, y Esmeralda se ganaba la vida haciendo bailes sexys en la calle. Mulán fue la cima de esta corriente, no sólo por ser una mujer vigorosamente física, sino porque sus valores eran tan aguerridos que se imponían a las propias limitaciones de ese cuerpo femenino. Mulán fue la primera mujer empoderada de Disney. Cualquier hombre habría tenido bastante con su gloriosa hazaña en el campo de batalla, pero Mulán debía además atender sus obligaciones como mujer.

Mulán tiene que hacerse cargo de la casa, vigilar a las gallinas, rezar a sus ancestros, cuidar de su padre, su madre y su abuela, aguantar las tonterías de un grillo que no deja de romper cosas y encima hacerse pasar por hombre para ir al ejército, salvar la vida de su padre, mantener el honor de su estirpe, asegurarse de que no le descubran y ganar la guerra. Todo eso, sin ayuda de nadie. Evidentemente no tiene tiempo para echarse un marido. Tampoco le hace falta, su vida es más plena que la de todas las princesas Disney anteriores juntas: es la única de ellas cuya vida depende de sí misma. Aun así, Disney sintió la necesidad de ponerle un novio, quizá para que nadie sospechase que Mulán le estaba cogiendo el gusto a vestirse de hombre. Un final que la equipara al resto de princesas en apuros de Disney, pero Mulán no es una princesa, es una luchadora. No necesita que la rescaten. Su capitán, Shang, es un pan sin sal al que en realidad Mulán no se siente atraída en toda la película, que además la desprecia y expulsa del ejército cuando descubre que ha estado haciéndose pasar por soldado sin ni siquiera escucharla: es un hombre sin empatía que no entiende las motivaciones de Mulán. ¿Por qué iba a querer casarse con él?

En la leyenda en la que Mulán se basa, ese romance no existe. Su hazaña va por otro camino. Es curioso que en el siglo VI fuese posible que una obra de ficción acabase con su protagonista soltera pero en 2016 no sea una opción. En la secuela, Mulan 2, la leyenda continúa, el dragón Mushu intenta separar a Shang y Mulán como buen amigo tóxico envidioso, y Mulán acompaña a tres princesas a casarse con los hijos del emperador. Cuando cree que Shang ha muerto, Mulán se ofrece como esposa del futuro emperador, literalmente dos minutos después de quedarse viuda. A eso redujo Disney a su guerrera más implacable, a moneda de cambio matrimonial. Y quizá pocos adultos hayan visto esta secuela, pero millones de niños sí. Finalmente Shang está vivo, el amor vuelve a triunfar y Mulán se queda en casa. Ahora tiene a una persona más de la que preocuparse, por no hablar de una prole de hijos que le impedirán dormir más de dos horas diarias durante el resto de su vida.

Que la nueva versión de Mulán reincida en este final, además de forzado, es humillante para la protagonista, porque sugiere que no está completa como mujer a pesar de todo lo que ha logrado por sí misma. Es una oportunidad perdida para romper con lo convencional y actualizar el mito. Y lo que es peor, perpetuará el mensaje de que da igual lo que una mujer consiga en su vida, porque la última parada siempre será el matrimonio. Sea con quien sea. La nueva Mulan desandara el camino avanzado por Frozen, donde Elsa es feliz no a pesar de estar soltera, sino precisamente gracias a ello: todas las meteduras de pata que lía su hermana Anna vienen porque se deja llevar por sus hormonas.

Hollywood se empeña en darnos finales felices, y tal y como están las cosas en el mundo real está claro que los necesitamos, pero va siendo hora de apostar por otros tipos de felicidad. Otros referentes y objetivos para nuestros hijos. Quizá así cuando la siguiente generación de niñas madure, estará armada por menos princesas y más guerreras. Está claro que las necesitamos.


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