domingo, 15 de julio de 2012

Bolivianas convertidas al Islam

Estas mujeres al parecer son diáfanas. Dan la bienvenida en coro cuando entro en la mezquita de la calle Fernando Guachalla, en el barrio de Sopocachi, en La Paz. Al momento de cubrirse el cuerpo todo cambia para ellas. Son cinco bolivianas que hablaron de las dificultades que conlleva el haberse convertido en musulmanas. Coinciden ellas en que el comienzo de esa compleja transformación es la vestimenta, ancha y larga a la vez.

“La vestimenta obviamente fue el primer obstáculo; mi madre no me permitía que me ponga velo, porque para ella era como que yo me estaba ‘arabizando’ y me decía ‘¡tú eres boliviana!’, pero no entendía que era un mandato de Dios”, dice Ana María Sánchez, de 35 años, pero que desde hace nueve años se llama Amina, precisamente cuando se volvió musulmana.

Amina significa “mujer confiable”. Fue el nombre que eligió para su conversión, que no fue fácil, sino con algunos traspiés e incluso con incidentes con su padre, quien tardó tres años en entender el llamado de su hija a la fe islamista.

Ella cuenta que su ropa es inusual para la gente; al principio, fue más duro. “Tuve dos experiencias raras; cuando me puse el velo, una mujer me comenzó a gritar en la calle que me vaya de su país y no entendía que yo era boliviana”, dice Amina. La segunda es más subjetiva y se dio en un banco donde fue a recoger un depósito: vio cómo los policías que custodiaban la entidad financiera empuñaron notoriamente sus armas, como si ella representara una amenaza.

Pero la conversión no sólo es una cuestión de vestimenta. El segundo problema para estas mujeres fue que tuvieron que aceptar que sus amistades se alejaran, debido a que, tras abrazar el Islam, dejaron de asistir a actividades sociales y a fiestas.

E incluso deben despojarse de algunas normas de trato social, que a todos nos pueden parecer inofensivas, inocuas, como por ejemplo saludar a alguien del sexo opuesto con un beso en la mejilla, pero que para la religión islámica pueden mellar el honor; es impensable, si eres musulmana, tener una cita con un varón sin alguien que supervise (en realidad, que supervigile) a la pareja.

No tienen tapujos para hablar con una periodista. Por el contrario, quieren dar a conocer las –según ellas-bendiciones que implica ser musulmana “y de paso, rompes con los prejuicios de que esta religión es estricta con las mujeres”, aclara una de ellas.

Ilsen, de 30 años, es musulmana hace cuatro. Antes era católica. Me llamó la atención, cuando llegué a la mezquita, que ella llevara ropa más corta –es un modo de decirlo- que el resto de sus compañeras. Y me sale al paso su respuesta: “La idea es que esa vestimenta no se ciña al cuerpo y no muestre la figura, para que los hombres no la observen; así que mi ropa es más corta, pero me gusta porque es ancha”.

Los que se alejaron

Las musulmanas se reúnen en la mezquita de Sopocachi cada viernes por la tarde, para compartir, dicen ellas, sus experiencias de la semana y para orar juntas. Se tienen entre ellas. Es difícil comentarles que mi ritmo de vida es muy diferente.

Puede hasta ser incómodo que diga, por ejemplo, que salgo de mi casa sin compañía, a diferencia de ellas; que me gusta bailar –también a diferencia de ellas- y que tengo un amplio círculo de amigos con los que me relaciono sin chaperón (también a diferencia de ellas).

Ésas son algunas de las razones por las que estas cinco mujeres creen que algunas de sus amistades previas a sus conversiones las abandonaron.

Mariam, de 38 años, era, antes de adoptar el Islam, María Luisa Rivera y hoy opina que las diferencias entre ella y su esposo cristiano están fuertemente vinculadas con la ruptura de su matrimonio. “Mi ex esposo era cristiano; entonces, trataba de que me convirtiera al cristianismo y yo lo acompañaba porque era mi esposo, pero yo no me sentía cómoda”, cuenta.

La gente también se sorprende, en particular en las oficinas, cuando estas musulmanas rezan, porque lo hacen cinco veces al día en este horario: 5:30, 13:00, 16:00, 18:00 y 23:00. Y es que para orar deben estar en un lugar tranquilo y arrodillarse mirando al noreste, en dirección a La Meca, lo cual no siempre es entendido por quienes no estén familiarizados con su fe.

Es difícil evitar que Nur llore cuando cuenta por qué se convirtió. Buscaba resignación ante la muerte de su hijo mayor. “Desde entonces, mis amigas –con las que antes hablaba, salía- no se aparecieron más. Inshalá (gracias a Dios) algunas volvieron a buscarme, pero es difícil que la gente entienda”, dice.

Besos y compromisos

No puedo evitar sorprenderme cuando otra Amina, la de 39 años, me cuenta que ninguna musulmana puede tener citas jamás. “¿Jamás?”, pienso. Y explica: si un musulmán te elige como pareja, no es para enamorar, sino con miras a formar un matrimonio.

Se concertan tales encuentros bajo la supervisión del responsable de la mezquita: los que sean necesarios. Si no hay química, ambas personas no se vuelven a ver y además –esto es importante- “ninguno perdió el honor”.

El honor es fundamental para una musulmana, quien no debe estar a solas con hombres, no salir sola de casa, ni debe desobedecer al marido, quien además no puede ser de otra religión que no sea la musulmana.

Zainab, de 18 años, se convirtió a esta fe hace diez meses y no duda al responder a la pregunta sobre qué es lo más duro en su nueva religión: “Aún no me acostumbro a no saludar a los hombres con un beso en la mejilla. Sé que sólo es una costumbre, pero no debo”, dice.

La oración

La belleza de la mujer puede ser una tentación, pero más en el Islam. Y peor si para rezar ellas adoptan posiciones que son interpretadas como incitadoras por los hombres.

“No se trata de que nosotras seamos menos importantes que los hombres, pero ésa es la razón por la que nos ubicamos siempre detrás de ellos al momento de rezar. Tú sabes que las tentaciones nunca duermen”, argumenta Mariam.

A media tarde, el silencio impera en el segundo piso de la mezquita. Subo sin cámara fotográfica ni grabadora. Todas nos quitamos los zapatos y el uso del velo es fundamental incluso para quienes no formamos parte de esa religión. Toda la cabeza debe estar cubierta, en especial el cabello, “porque es la muestra fundamental de la belleza femenina, más si es muy largo”, explica una de las Aminas.

El ambiente está dividido por una delgada tela blanca, que separa a los varones de las mujeres. Allí, un musulmán solitario lee el Corán, pero las mujeres le piden que sea él quien guíe la oración. “No le pedimos que él dirija por subordinación –aclara rápidamente Nur-, sino porque la voz de la mujer es muy hermosa y puede desconcentrar al hombre de sus rezos”. El creyente acepta y comienza la lectura en árabe y las mujeres, a coro, detrás de la tenue cortina le responden en el mismo idioma.

La purificación

La primera Amina me pide que la siga y luego, en el baño, se saca las medias, enjabona tres veces sus brazos y luego los enjuaga; después se saca las medias y se lava también los pies tres veces. “Se llama purificación –explica-; hay que llegar puros ante los ojos de Dios, por eso es necesario lavar tu cuerpo y tu alma”, dice, mientras las otras mujeres rezan.

Minutos después termina la oración de media tarde. Levantan la cabeza en sincronía. “La cabeza está abajo, pero el corazón está elevado”, afirma Amina.

Ya en la calle pienso en las dos Aminas, pero segundos después nuevamente me sumerjo en una diferente a la de ellas.

Pero la conversión no sólo es una cuestión de vestimenta. Otro problema fue que, tras abrazar el Islam, sus amistades más cercanas se alejaron de ellas.


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